Invitación presentación

La Casa de Padreabuelo de Juan Quintana Rodríguez

Juan Quintana Rodríguez: La Casa de Padreabuelo (Mercurio Editorial, 2013)

Edición y preliminar: Victoriano Santana Sanjurjo


[ir a la segunda parte del preliminar]

La novela en la novela

Una carta descubierta del que fuera primer estudioso de la Cueva Pintada de Gáldar, Diego Ripoche Torrents, a su amigo René Verneau en la que le da cuenta del trágico final de José Mejías hijo, una sinopsis novelesca del propio Verneau sobre la vida del asesinado y la relectura de Cinq années de séjour aux Îles Canaries, obra que publicó el francés en 1891, en concreto del pasaje donde cuenta sus andanzas con quien le guió por San Bartolomé, son suficientes para que el narrador sienta el estímulo de indagar quién fue aquel misterioso personaje de cuya existencia se hacen eco dos distinguidos intelectuales de finales del siglo XIX. Es así como se decide el narrador a «rastrear los caminos que frecuentó José Mejías» (prólogo), donde halló a quien le contó lo suficiente para que naciese en su imaginación la historia que se cuenta en los capítulos I al XXIII.

El epílogo se erige en la novela como la entidad textual que permite consolidar en el lector la impresión de que todo cuanto se ha interpretado como verosímil en los veintitrés capítulos es, en el fondo, veraz. Así tuvieron que ocurrir los hechos de José Mejías, si existió; o los de cualquiera que, llamándose de otro modo, bien pudo merecer ser el José Mejías hijo del relato.

Mas la historia de José Mejías hijo es también la de sus coetáneos gemelos Coruña y Mateo Déniz. Los tres (o cuatro, según cómo se vea) comparten un mismo espacio de oriundez y crianza (la escuela, la llamada a filas…); una trayectoria vital de acciones, pensamientos e ideologías diferentes (uno se queda; los otros emigran a América, aunque luego regresan igual que se fueron; y el tercero, Déniz, “emigra” a la capital, donde hallará la fórmula de la prosperidad económica siguiendo la estela de sus sueños de grandeza); y un destino común: la muerte antes de la madurez, el fin de sus días sin haber descubierto lo que es dormir en “sábanas calientes”. En la novela, asumen los tres una cierta función alegórica en la que Mejías representa de alguna manera el futuro; los gemelos Coruña, con el espíritu de supervivencia, el presente; y Mateo Déniz, con la preservación del clasismo, el pasado. Así se escriben los renglones de las historias que encajan en el hueco que queda entre las que son consideradas oficiales y las que sucumben al costumbrismo deformador.

Y aquí volvemos nuevamente a lo apuntado al principio sobre los textos intrahistóricos: la obra que nos vincula rellena un hueco de la señalada como “historia oficial” aportando rutas y diálogos que el sentido común y el instinto académico solo pueden percibir como auténticos o, hasta donde sea posible la afirmación, como aceptables en sus líneas conceptuales (lógicos; en suma, que pudieron darse con toda probabilidad), aunque el relato se niegue a prescindir de su “literariedad”.

La frontera entre la ficción en La Casa de Padreabuelo y la realidad como fenómeno histórico no es tan perceptible como pudiera pensarse de una obra adscrita al género propio de las novelas. Toda concesión a la literatura se ve siempre bien sujeta por el afán del autor, muy del realismo decimonónico, por la descripción precisa de los espacios (que conoce con milimétrica precisión) y las acciones. Pero la suya es una hábil atadura en la que no puede dejar de hacer concesiones a sus deudas, sobre todo, con el realismo mágico hispanoamericano, lo cual, en el fondo, también es una manera de amarrarse a la realidad de una mentalidad propia de los pueblos sin contacto con el exterior, donde hay hueco en la conciencia para que los espíritus convivan con los vivos.

Un prólogo, veintitrés capítulos y un epílogo se concentran bajo un título, La Casa de Padreabuelo, para ofrecer al lector un prodigioso relato que no deja indiferente a ningún aficionado a la lectura, sea del nivel que sea, pues la solidez narrativa con la que Quintana traza la corta vida de José Mejías sorprende en la medida que es propia de un novelista avezado, de alguien sobre el que jamás sospecharíamos que ha publicado su primer libro con 66 años.

En las páginas de La Casa de Padreabuelo se vislumbran muchas marcas singulares de su autor que merecen ser destacadas: una de ellas, muy presente en esta novela, es la que determina el trazado de los sólidos vínculos que logra fijar Juan Quintana entre la concepción popular canaria de una realidad que, como ya apunté anteriormente, funde las leyendas, las supersticiones o creencias con la ciencia, creando así una cosmovisión propia e identificable únicamente en los archipiélagos terrestres donde habita la idiosincrasia de nuestro pasado, entre esto, repito, y la precisa captación de la esencia del ya citado realismo mágico hispanoamericano, testimoniada por las sombras alargadas de Rulfo y García Márquez, las cuales, de una manera u otra, no dejan de proyectarse a lo largo de la novela.

Uno de los mejores ejemplos de esto que te apunto lo tenemos en el final del capítulo XXIII, con el reencuentro de la madre y el hijo, ambos muertos, en el hogar familiar; en el viento que los desparrama y en esas luces de farol que juntas suben por Montefema y que me recuerdan, como referencia externa al proceso literario que nos ocupa, a la maravillosa escena de la danza macabra del final de la película El séptimo sello de Ingmar Bergman.

[…] Pasaron un rato en silencio mientras el viento arreciaba fuera y silbaba al colarse por las rendijas de la casa.

Hasta que María Piedad volvió a hablar:

—El cuerpo me pesa y no puedo descansar. Anda, José, ve y abre la ventana a ver si se me alivia el cansancio.

—Ya voy, madre —y acercándose, la abrió de par en par—.

Al abrirla, una ráfaga de viento entró por la ventana y esparció por el suelo de tierra apisonada las cenizas de María Piedad. El viento rebotó en la pared del fondo y en su regreso apagó las lámparas que permanecían encendidas detrás de la puerta. Todo quedó a oscuras en el interior de la casa.

Fuera dieron las siete en el reloj de la iglesia, allá, en la cavidad hueca, como único testigo de vida.

Pasado un rato, dos luces de farol subían por Montefema, una detrás de la otra.

Oscurecía en La Caldera.

Poco después, el sol de los muertos se hizo visible en Los Pechos. […]

Esta marca singular por un lado; por el otro, hay que apuntar hacia sus no pocas adhesiones lectoras con otros autores, al margen de los mentados Rulfo y García Márquez. En este sentido, nada más lorquiano, por ejemplo, que las estrofas sobre el asesinato del jarabandino del capítulo XII, muy en la línea del Romancero gitano).

La tercera gran marca vendría representada por su extenso bagaje como historiador y docente o viceversa, según sea el pasaje novelesco, pero nunca hasta el extremo de que el lector pueda concluir que frente a sí tiene un remedo literario, un texto didáctico encubierto, etc. Al contrario: es tanta la destreza con la que elabora el relato que toda influencia detectada, toda marca enumerada, todo rasgo estilístico expuesto, no es más que un suave, vaporoso, sutil… envoltorio que jamás logra ocultar la valía del regalo, el propio texto compuesto por quien, por la edad y la firmeza narrativa, más parece próximo al Cervantes del Quijote (publicada cada parte cuando el alcalaíno contaba con 59 y 69 años, respectivamente) que a cualquiera de los autores que ha podido servirle de inspiración.