Invitación presentación

La Casa de Padreabuelo de Juan Quintana Rodríguez

Juan Quintana Rodríguez: La Casa de Padreabuelo (Mercurio Editorial, 2013)

Edición y preliminar: Victoriano Santana Sanjurjo


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El título de la novela es el del centro de un universo particular: una casa, una familia, un hogar; un lugar donde sus dueños duermen en las “sábanas calientes” que el padre, ya muerto, en sueños sugiere a su hijo que busque porque ya es hora (cap. XVII). Es aquí donde surge el principio de todo (cap. I): aquí nace José Mejías y recibe el bautismo pagano de un cabezazo en la tierra tan pronto como sale de su madre, María Piedad. Del mismo modo que el bautismo cristiano vincula al hombre con Cristo, el pagano de Mejías lo unirá a la tierra de manera singular («Ya entonces empezó a percibir los sonidos que le transmitía la tierra», cap. II). La tierra le dará la vida a través de su relación con el agua y será la tierra, en forma de piedras, la que se la quite. El mismo día de su nacimiento, José Mejías hijo comienza a morir, pues con él nacen los antagonistas: por un lado, los hermanos Coruña Ramírez, Antonio y Manuel; por el otro, Mateo Déniz (cap. I).

A los tres se les presupone cristianados con el agua bendita y los tres darán cuenta en sus pasos vitales de la importancia del agua: para Déniz llegará a ser el último eslabón para un progreso económico que nunca alcanzará; para los Coruña, un medio que les ha de conducir hacia donde puedan sobrevivir, ya sea emigrando por mar hacia América (cap. XV), ya sea regresando al lugar desde el que nunca deberían haber salido; para Mejías, el agua será una confidente que enriquecerá su cosmovisión, pues solo a él le mostrará el sonido de su presencia. En sus manos está el poder material, pues esta intrahistoria se fundamenta sobre lo que la historia oficial no puede obviar: quien tenía agua, tenía poder. En este sentido, en Canarias, un “aguateniente” tenía en la época de nuestro relato mucho más peso que un terrateniente. Mas nuestro protagonista, consciente de la importancia que tiene el líquido para todos, renuncia a los bienes materiales («Dime dónde oyes el agua y te haré rico», le sugiere Déniz en el capítulo XIX) con tal de no perjudicar a nadie, lo que terminará pagando con su vida.

A partir de esta decisión, se edifica una imagen mesiánica del personaje, quien muere para que todos, de alguna manera, se salven de la ruina y, en última instancia, de la misma muerte; y que, atentos a la formación humanística del autor, podría movernos fácilmente a concluir que en su trazado hubo cierta inspiración en Jesucristo, aunque sea tangencialmente: «Él sabía que había nacido del vientre de su madre y que su madre se llamaba María, pero él no se llamaba Jesús» (cap IV). No faltan en la novela personajes (Remedios como Magdalena, por ejemplo) ni situaciones (la conciencia de que va a morir y el miedo o inquietud, hechos equiparables al pasaje del huerto donde es prendido el que será crucificado) en los que el lector no deje de sentir cierta analogía con lo que se apunta en los evangelios, pero esta interpretación no termina de convencerme del todo, pues más que mesías, veo en José Mejías hijo el símbolo del hombre que comulga con su tierra y con todo lo que esta significa, y que, sin renunciar al pasado, es capaz de mirar hacia el futuro, metaforizado en la inmensidad del océano (el agua que bautiza el progreso, el agua “carretera”…), aunque asuma que no será partícipe de él:

[…] A la mañana siguiente, de madrugada, se levantó con la idea de ir a ver el mar de cerca. […] Se sentó en la loma y después de un largo rato contemplando aquella inmensa planicie rizada de bucles de destellos plateados, hipnotizado, se limitó a decirse: “Esto es el mar”, y su cuerpo se estremeció igual que cuando vio por primera vez los incipientes pechos de Anita Cruz […] (cap. XXI)

José Mejías hijo pertenece a una estirpe que ha participado, de una manera u otra, en la configuración del señalado símbolo. Su abuelo, por ejemplo, sin renunciar a la quietud temporal y mental del entorno, dio un paso evolutivo con respecto a su padre, su abuelo y toda la parentela que le precedió: tras servir a la reina Isabel, construyó una casa a su regreso porque «no quería seguir viviendo en una cueva, que quería vivir en una casa, como las personas» (cap. IV). Su padre también: mostrándole el firmamento (el océano del cielo), construyendo en torno a la contemplación de las estrellas el concepto de “inmensidad”, aquello que supera los límites de lo que les circunda (cap. II). Abuelo, padre e hijo comparten una misma línea, de ahí que se sienten sobre la misma piedra en la era, que, a modo de trono, señala la regencia temporal del Mejías de turno: abuelo y padre morirán allí y serán sucedidos allí por la generación siguiente; mas no el hijo, quien morirá lejos del trono y sin sucesor explícito. Es así como se rompe la cadena de la tradición; así y de la mano de Remedios Arcángel. Sus contactos con la mulata Remedios, que le llegará a mostrar hasta qué punto carece el hombre blanco del sentido comunitario (cap. XVI), terminarán de romper el ancestral tramo existencial de la estirpe, al menos como se ha venido dando hasta la muerte de José Mejías hijo, y representan, en sí, la clave para la transformación absoluta de Mejías en el símbolo señalado.

Las escasas pero productivas jornadas escolares de José Mejías hijo bastarán para que se adhiera a su entendimiento el «agobio por el cinturón de piedra que lo rodeaba y que no le permitía ver el horizonte» (cap. V). El valor de la educación se constata en que permitirá al personaje dar un paso más en la escala evolutiva de su entorno: el planteamiento de que más allá de los límites donde se encuentra hay otra parte. Este asentamiento en la conciencia aviva la imaginación constructiva, la que permite avanzar, y se opone a la que se forja en las calles donde todos conocen a todos, todos sospechan de todos y todos aceptan el poder de corte caciquil de los Déniz, del párroco, del alcalde…

Esta referida imaginación constructiva expande el símbolo apuntado y supera los márgenes que determinan los actos que mecánicamente se realizan para solventar las cuentas necesarias para sobrevivir. A la eficaz manera de cazar conejos por parte de los analfabetos hermanos Coruña, se contrapone la inteligencia de Mejías para salvar la vida de la cabra Cuatro Chorros, una inteligencia predispuesta para el aprendizaje y el razonamiento:

[…] Intentó levantarla y comprobó que el animalito no podía sostenerse y la pata colgaba como cuelgan las ramas tronchadas por el viento. Permaneció un rato sin saber qué hacer. Luego recordó haber oído hablar de los esteleros e intuyó que los huesos también tienen cura. Corrió y cortó dos pencas de pita, limpió las púas que podían herir al animal, comprobó que la rotura se había producido a mitad del muslo, juntó las dos partes del hueso de forma que encajaran, rodeó el muslo con los canales de las pencas y las ató fuertemente con una cuerda que siempre llevaba para sus juegos. […] comprobó que en la rotura se había formado un feo muñón que no impedía que Cuatro Chorros correteara, recuperando así la libertad y volviendo a ser el animal travieso que siempre fue […] (cap. V)

El narrador reafirma el valor de la educación con apuntes como este:

[…] José Mejías hijo no envidió más a los gemelos Coruña, él también era capaz de hacer cosas. Lo que ellos sabían hacer era puro automatismo consecuencia de estar siempre practicando y lo suyo era resultado de la intuición e incluso de la fantasía y de ello la culpa la tenía la escuela. Y redobló su interés por aprender […] (cap. V)

La escuela no le enseñó a curar patas de cabra, sino que le permitió vislumbrar la posibilidad de que había otras alternativas para Cuatro Chorros que no fuesen las del sacrificio (sangre, dolor…). En esas “otras alternativas” se halla la clave para que se mueva lo que está quieto.

La escuela le enseña los beneficios de la lectura. A medida que va leyendo Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne, libro que le presta doña Isabel, la maestra y la madre de Mateo Déniz, encuentra «cosas útiles para su vida: aprendió que la temperatura aumenta hacia el interior de la tierra y eso explicaba por qué cuando él se bañaba en la fuente el agua salía tibia en invierno y fresca en verano» (cap. VIII). Y la escuela, de alguna manera, le predispone para adoptar una actitud científica ante los fenómenos:

[…] Y fue sacando algunas conclusiones: que era capaz de percibir el sonido del agua, que cada fuente tenía su propio comportamiento, que los nacientes tenían que ver con el agua de la lluvia que de alguna manera se almacenaba en las pendientes de las laderas. El agua no podía venir de un gigantesco mar interior como se describía en el libro que estaba a punto de terminar. Y se juró no contar a nadie sus descubrimientos hasta que no los pudiera demostrar […] (cap. IX)

El contacto con los investigadores (León y Castillo, Stone, Verneau) unido a su instinto (que le permitirá, entre otras cuestiones, replantear cómo es la relación marital de sus padres, cap. X) incrementarán «sus deseos de ver otros mundos, lejos de aquel cinturón de piedra que lo agobiaba» (cap. XI). El término “agobiar” es importante en la medida que connota ‘molestia’. Toda molestia genera “inquietud”. Toda inquietud conduce a la voluntad de cambio y se opone a lo que ha sido habitual donde el tiempo se muestra quieto: la resignación. La resignación, en este punto, es la antítesis al rigor científico; de ahí que no pueda aceptar José Mejías hijo sin más la cómoda afirmación «el agua sale sola» (cap. XIV) de los habitantes de La Culata, Risco Blanco y Taidía.

Pero ni la ciencia ni su inteligencia o instinto impedirán que las consecuencias de su negativa a localizar acuíferos para Déniz se terminen produciendo. Se sabe condenado a muerte desde el instante en que dos pieles de conejo cuelgan, en distintos momentos, de una rama seca de almendro. Cada piel representa a cada hermano Coruña. Así se anuncia el nombre de los asesinos. La tercera señal es la que avisa de la inminencia del crimen: aparece ahorcado bajo un castaño el perro de José Mejías (cap. XX). Se nos confirma de este modo quién ha de morir en breve.

En este estremecedor juego de avisos, que nos avanza el qué renunciando al cómo, Mejías asume que su círculo existencial debe quedar resuelto con la visita al mar (cap. XXI). En sus sueños, se entremezclan las visiones placenteras con las horribles:

[…] En unas, unos baifitos retozaban y mordisqueaban la hierba recién nacida; en otra, él daba de comer a un cochino lustroso y vivaracho. Y, como fogonazos persistentes, se le cruzaban las contrarias: aquel hombre, que no era su padre, que de un tajo separaba la cabeza de los cuerpos de los baifitos o que le asestaba una puñalada certera en el lado del corazón al cochino. Y no pudo evitar pensar cuál sería irremediablemente su fin, por dónde le llegaría el golpe, por dónde el tajo o la cuchillada […] (cap. XXI)

El hombre que alimentó, curó e insufló esperanza de vida a los animales que cuidó, morirá como si fuese otro animal, como si de otra bestia más de ganadería se tratase.

Pero su muerte no quedará impune, pues su vida ha quedado ligada a la de sus asesinos (cap. XXIII). Como si del propio Judas apóstol se tratase (de nuevo el aroma evangélico pulula en la intertextualidad del relato), los Coruña Ramírez, que se ofrecieron a traicionar la bondad de quien nada malo les había hecho, enloquecen hasta el punto de ahorcarse sobre el tirante que hay encima de la cama donde nacieron, como si quisiesen enmendar, con su muerte en el lugar del natalicio, el error cometido por la naturaleza al permitir que existiesen. Quienes amenazaron con dos conejos muertos colgados de una rama, en el fondo (¿azar? ¿destino?), no estaban anunciando otra muerte que no fuese la de ellos en similares circunstancias.

Y Déniz, su otro asesino, cayó de su caballo al fondo de un barranco (¿destino? ¿azar?) y alimentó con su cuerpo el de las aves carroñeras; permitiendo así que sus semejantes en el reino animal cumpliesen con su razón de ser, del mismo modo que él, siendo como era, no pudo evitar ser como fue.

Podría decirse que los nacidos el mismo día han muerto al mismo tiempo y que, en consecuencia, el orden de antaño ya se ha restablecido. Se diría, pues, que el círculo se ha cerrado y se ha vuelto al punto de partida (el mito del eterno retorno); mas no es así: los testigos vitales dejados por los Coruña y Déniz seguirán en el archipiélago terrestre, pero los cosechados por Mejías trascenderán las fronteras del espacio reducido donde el tiempo siempre estaba parado. Cerca de La Casa de Padreabuelo quedará Remedios Arcángel como la receptora del legado; muy lejos, en París, quedarán unas notas manuscritas; y, alrededor de todo, una carretera cuya grandeza es pareja a los movimientos (primero, lentos; luego, no tanto) de las manecillas del reloj.

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