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Maribel Lacave y Constantino Contreras: Insulares (cuentos al alimón) [Mercurio Editorial, 2014]
Prólogo: Osvaldo Rodríguez Pérez
Edición y preliminar: Victoriano Santana Sanjurjo.


Así me lo contó, con su inigualable y cautivador estilo, mi admirado Nacho Cabrera:

Llegamos a Chile con una de nuestras producciones, NWC-No War Cabaret. Corría el año 2007 y actuábamos en el Teatro San Ginés de Santiago de Chile. Más tarde, la Agencia Española de Cooperación Internacional, al ver nuestro espectáculo, nos sugirió que fuésemos a la Municipalidad de San Bernardo. El caso es que, al poco de llegar, recibo un mensaje de una canaria que se disculpa por no poder asistir a nuestra representación porque se encuentra en el sur del país andino, a unos 1.200 km de donde estamos. Al mismo tiempo, nos invita a un café si paramos por Chiloé. Recibí el mensaje, lo compartí y nos olvidamos pronto de él porque teníamos que atender muchos asuntos. En esto que, por una razón u otra, acabamos en la isla de Chiloé. Una tarde, tomándonos algo en una cafetería, recordé el mensaje de la enigmática canaria y me puse en contacto con ella. Se alegró de saber que un pequeño grupo de canarios estaba muy cerca y nos dio unas indicaciones para que fuésemos a su casa.  La tarde iba cayendo poco a poco, pero esto no nos preocupaba porque, según había expuesto la canaria, estaba cerca nuestro destino. Siguiendo sus instrucciones, llegamos a un lugar que paraba en el mar, Dalcahue. Tuvimos que subirnos en una especie de transbordador motorizado en el que cabían dos coches. Así alcanzamos la otra orilla. La barcaza nos dejó en un pequeño embarcadero prácticamente vacío. Volvimos a telefonear y la mujer nos dictó los siguientes pasos: que subiéramos por la única carretera que se abría ante nosotros y que, al llegar a un cartelito que decía “Iglesia”, giráramos a la izquierda. Así lo hicimos. Suponíamos que el cartelito estaría muy cerca y que sería visible, pero no había manera de encontrarlo. Cuando la inquietud empezaba a asaltarnos, apareció el diminuto letrero, que localizamos casi de milagro. Giramos y pronto nos vimos bajando por una carretera de tierra. Recuerdo que estaba encharcada y llena de barro. Los primeros avisos del anochecer ya se iban notando. Seguimos caminando. Hacía frío. Había niebla. «¿Quién nos mandaría a meternos aquí?», nos decía nuestra conciencia. Llegamos al sitio del encuentro. Habíamos recorrido un buen trecho. Allí no había nadie. Esperamos. Al rato, volví a telefonear a la mujer. Me dijo que no podía subir a buscarnos con la camioneta porque había llovido mucho y el camino estaba impracticable; y que no nos preocupásemos, que su marido Tino nos iría a buscar. La noche se había echado encima. Pasa el tiempo y vemos llegar a alguien con una especie de chubasquero que le cubre todo el cuerpo. No vemos su rostro, solo la barba. Lleva una especie de candil. Nos ve; nosotros, asustados, lo vemos. Nos hace una señal. Nos acercamos hasta donde está. «¿Son ustedes los amigos de Maribel?». Respondemos afirmativamente. Le seguimos hasta una casa. Allí nos recibe la tal Maribel, de quien solo sabemos que es canaria. Nos agasaja como solo sabe hacerlo quien recibe a un compatriota fuera de su tierra. Es reconfortante el lugar y el afecto que desprenden nuestros anfitriones. En un determinado momento, me detengo en su biblioteca y veo muchos libros de Maribel Lacave. Miro a la que hasta hacía unos instantes era una canaria enigmática; ella me devuelve la mirada con una sonrisa. «¿Maribel Lacave?», pregunto. «Sí», dice ella. «¿Eres Maribel Lacave?», le vuelvo a preguntar con asombro. Ella me responde que sí y me desvivo en elogios hacia una de nuestras mejores poetisas. Llegar al fin del mundo para estar bajo el mismo techo de alguien tan especial como ella… La noche cerrada ya lo envuelve todo y nuestros anfitriones nos dicen que no es buen momento para regresar, que lo mejor será que esperemos a la llegada de la mañana. Nos parece bien la sugerencia y aceptamos la invitación. Al día siguiente, nada más salir de la casa, contemplamos el paisaje más bello que jamás habíamos visto. En medio de la naturaleza, la vida bullía: animales que jamás nos habíamos imaginado ver cerca de nosotros “cotidianeaban” indiferentes de nuestra presencia, las plantas de un mitológico Edén ofrecían su místico verdor… y el entorno se había convertido para nosotros en un hermoso trasunto del locus amoenus cantado por la literatura durante siglos. En el confín del mundo, habíamos descubierto uno de los puntos mágicos más puros de nuestro planeta. Aquella tarde en una remota cafetería de la isla de Chiloé trajo consigo tres días maravillosos en la isla de Quinchao, donde cualquier canario tiene una embajada perenne, una casa de por vida.

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He querido comenzar con las palabras de Nacho, regaladas en una conversación informal, porque sirvieron de estímulo para consolidar una convicción que hasta ese momento se había moldeado con mayor o menor firmeza y que, tras esta exposición, se desparramaba inclemente frente a mí con el mismo matiz de las verdades universales. Como un José Arcadio Buendía cualquiera ante el descubrimiento de la esfericidad terrestre, sentado a la cabecera de mi humilde solemnidad y devastado por el cansancio de un breve pero muy intenso camino recorrido a lomos de la Biblioteca Canaria de Lecturas (BCL), aquella noche se me reveló una suerte de conclusión: que todo está conectado, aunque no veamos los enlaces; que todos los universos individuales confluyen en un solo universo global hasta el punto de que, en ocasiones, es inevitable reconocer que los dictámenes del azar, con más frecuencia de la que uno puede imaginar, llegan a ser usurpados por los que determina el destino; y que la BCL, sin que hubiese nacido explícitamente para demostrar esta teoría, era un inmejorable ejemplo para testimoniar esta afirmación.

El que Nacho Cabrera (BCL n.º 5) conociese a Maribel Lacave y Constantino Contreras (BCL n.º 6) y tuviesen juntos un episodio vital tan entrañable como el reproducido, me sorprendió, lo confieso. No tanto por el hecho de que él supiese quién era Lacave, pues en Gran Canaria ella es un indiscutible referente literario y social, como el que llegasen a contactar y conocerse de una manera tan singular. El sexto número de la BCL había llegado a nuestra conversación de manera tangencial, como complemento a un tema editorial que departía con el genial director de teatro; de ahí que me pareciese una señal de conexión muy especial, que iba más allá de la casualidad, el que tuviesen un vínculo como el narrado. Lo que les había unido en la isla de Quinchao, en un punto del tiempo y el espacio puntuales, reaparecía en la BCL para que, fijado el recuerdo en estas páginas para la posteridad, se uniesen bajo el nombre de la colección dos obras extraordinarias de dos autores extraordinarios.

Las conexiones iban mostrándose con mayor nitidez cuando tracé el vínculo entre el número que nos convoca y el cuarto, el de Faneque Hernández. Fue el gran poeta agüimense quien me puso sobre la pista de estos Insulares (cuentos al alimón) y fue él quien estimuló —gracias a la consideración que le tengo— la lectura del original como una invitación para que lo valorase. A él debo el placer de la edición de un título como el que nos reúne. Yo sabía quién era Maribel Lacave, la magnífica escritora, la gran luchadora por los derechos humanos y, con especial énfasis, por los derechos de la mujer; yo sabía de su ejemplar trayectoria como defensora de los pueblo oprimidos, pero no supe hasta el instante en el que me lo descubrió Faneque que era hermana del excelente pintor Alberto Lacave, cuyas creaciones pueden verse, entre otros lugares, en los títulos del propio Faneque. Tampoco sabía del parentesco entre los excelentes poetas. Todo me llegó muy a posteriori. En cualquier caso, percibí que el apuntado juego de conexiones, aunque menos complejo para vislumbrar, seguía vigente.

La concienciación social como guía temática agrupa a los autores de los números 4, 5, 6 y, un tanto, el 2; la conciencia de canariedad, a los números 1, 3, 4 y, un tanto, el 2 y el 6; la conciencia narrativa está presente en los números 1, 2, 3 y 6; etc. Una cantidad significativa de “conciencias” comunes, además de las enumeradas, van tomando cuerpo a lo largo de la BCL sin que se hubiese previsto el que se diese esto. Todos estos afluentes van a parar al río de la BCL y este humilde editor no puede dejar de sentirse abrumado por ello, pues jamás concibió el que las cosas pudieran darse de esta manera.

Los seis autores que componen la actual colección pertenecen a seis universos que, en principio, para mí eran exclusivos en su singularidad. Cada uno llegó a mi ruta editorial a través de una vía diferente y con credenciales distintas. Jamás hubo nada que me permitiese unirlos a priori. Sus obras en la BCL vieron la luz como entidades independientes y ajenas a cualquier otro nexo que no fuese el nombre de la colección. Ahora, como islas autónomas de un archipiélago común, muestran unos lazos de conexión tan evidentes que, por sí mismas, participan de manera solidaria en la fortaleza de un conjunto literario como el que ocupa y preocupa a quien se honra en el ofrecimiento de estas palabras que ahora lees.

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Gracias al libro que en tus manos tienes, a esta declaración sobre la conectividad descubierta hay que sumar otras cuestiones que se han revelado para mí de una manera sorprendente y, hasta cierto punto, desconcertante. La más significativa de todas está relacionada con lo que yo definiría como “evolución del caudal”, siguiendo con la anterior metáfora del río. Algo iba barruntando sobre esta progresión, pero ha sido con la llegada del hermoso Insulares cuando todo se ha mostrado de una manera diáfana.

Cuando concebí la Biblioteca Canaria de Lecturas, pensé en autores noveles que no tuviesen deudas relacionadas con etiquetas del tipo “joven promesa”, en el sentido más literal de la expresión. El azar y/o el destino me condujeron a un admirable grupo inicial (números 1, 2 y 3 de la BCL); un colectivo que, con su carga prosística particular a cuestas, destacaba por su enorme talento literario. Di gracias al feliz momento en el que se me había ocurrió la idea de hacer lo posible por que viesen la luz los tres primeros títulos, pues consideré entonces (y sigo pensándolo ahora) que si la fortuna los hubiese situado en el lugar y el momento adecuados, estaríamos hablando de autores muy leídos, muy difundidos y muy conocidos.

Con el número 4, Romancero sureño, el perfil común de los primeros escritores dio un paso más, pues Faneque Hernández ya no formaba parte del grupo de los que no habían publicado nunca, ya que tenía en su haber dos magníficos títulos que vieron la luz en Cam-PDS: La reina de Canaria (2010) y Cantos de mestizaje (2011); y estaba en la imprenta su cuarto libro: Abenchara (Cam-PDS, 2014). Sin embargo, compartía con los noveles el hecho de que, a pesar de las excelencias de sus obras, estas no hubiesen tenido la gran difusión y el conocimiento que se merecen, y que estoy convencido que tendrán a corto o medio plazo. Para la BCL, el cuarto número representó un gran paso editorial: por un lado, porque su autor ya conocía lo que era la experiencia de ver publicados otros trabajos suyos, lo que trajo consigo que la edición de su volumen se enriqueciese con el aporte de perspectivas diferentes a las del editor; por el otro, porque el Romancero sureño se erigió como el primer poemario de la colección en sentido estricto; el primero y, hasta ahora, el único.

El quinto número fue el de Nacho Cabrera, una apuesta editorial arriesgada, pero tan gratificante como todas las anteriores. El suyo era un texto teatral (Ciudadano Yago), un género que no suele habitualmente ofrecerse para la lectura, sino para la representación. En este sentido, Nacho era un autor novel en el sentido de que no atesora muchas publicaciones “para leer”, pero es poseedor de un importantísimo bagaje de textos teatrales tanto científicos como escenográficos. Todo este material y su plasmación en las tablas han convertido a nuestro creador en uno de los mejores directores de teatro de Canarias y, sin duda alguna, en una de las espadas más firmes del teatro contemporáneo en lengua española. En este sentido, a nadie descubro su trayectoria.

Si el Romancero de Faneque abrió la senda del género lírico, el Ciudadano de Nacho hizo lo propio con el teatral. Se cerraba así la circunferencia de los géneros literarios, pues a la narrativa, género al que se adscribían los tres primeros títulos, hay que sumar la carga ensayística que posee buena parte de los contenidos de Placeres textuales de Ángel Hernández Suárez (BCL n.º 2).

Mas el caudal evolutivo que supuso la obra de Nacho se vio incrementado por otras dos novedades para la BCL al margen de la señalada adscripción al género dramático del título: la inclusión de dos versiones (en inglés e italiano) del texto en español, hechas por Angela De Siena; y la publicación de las partituras que ejecutaba Rubén Sánchez Araña en la representación de Ciudadano Yago y que él mismo arregló para la edición. De esta manera, el código lingüístico de la colección se enriquecía con un nuevo lenguaje, el musical.

Los cinco primeros títulos de la Biblioteca Canaria de Lecturas han tenido una magnífica acogida, testimoniada en los actos de presentación, en el constatado seguimiento por parte de muchos lectores y en la difusión que han recibido gracias a Internet. En este sentido, debo confesar la gran deuda que la BCL tiene con el portal Canarias Cultura, pues de la mano de Enrique Mateu, en primer lugar, y, luego, de Alicia Palma, la biblioteca ha gozado de un lugar privilegiado para expandir sus bienes a los lectores de habla hispana.

Recuerdo haber hablado con Alicia de mi deseo por abrir la BCL al resto de autores del archipiélago canario, como primer paso de una apertura de la colección a otros nombres y otros títulos. Como le ocurriera al profesor Nicolás Guerra Aguiar cuando, por cuestiones logísticas, centró su magnífico Escritores en el alba del siglo XXI (Mercurio Editorial, 2014) en autores de Gran Canaria; un servidor, por idénticas razones, había focalizado su atención en escritores grancanarios. Tras el quinto número, le expuse a Alicia mi interés por otros espacios geográficos, por otras escrituras que no se ubicasen exclusivamente en mi isla. Mi deseo era y es que la Canarias textual de la biblioteca llegase a los confines del mundo y que, con el poso de lo canario como esencia, de los confines del mundo se nutriese. Hablaba y hablo de una ligazón, aunque no sea explícita o nítida, entre las escrituras y sus creadores, y el concepto que representa un término como Canarias.

Sin haber terminado de dar forma a este deseo confesado, llegó a mis manos Insulares (cuentos al alimón). Fue como si hubiese frotado alguna lámpara mágica porque aquello que pensaba y pienso que era y es bueno para la BCL se hizo realidad; pero no de cualquier manera, no, sino atendiendo a lo que he apuntado al principio sobre la conectividad y sobre la evolución del caudal. Todo se mostraba ante mí como si el arquitecto del destino hubiese previsto y ordenado que lo que tocaba tras los títulos apuntados era el sexto que nos ocupa, ni más ni menos que esta obra.

Ya lo apunté: sin saber el trazado conectivo que sostenían a Faneque con Maribel, recibo el archivo con los cuentos. El primer sentimiento fue el de un preocupante inquietud porque era consciente de que el nombre de la autora no es el de una escritora desconocida, alguien que quiere darse a conocer, alguien que ha compuesto un texto y que busca quien se lo publique; no, ni muchísimo menos. Hablamos de Maribel Lacave y ese nombre, en estos lares del Atlántico, tiene un peso y una consideración incuestionables. Mi intranquilidad es la propia de quien es depositario de un grandioso tesoro: no pienso tanto en la calidad del texto, que la presupongo, sino en mi capacidad para darle a este tesoro el tratamiento que se merece.

Leo el título: Insulares… Me gusta, posee una connotación mágica para los que habitamos en el amor a nuestras islas; luego, una clave: cuentos al alimón. Aparece un segundo autor para el título que nos convoca: Constantino Contreras. «Él tiene que ser otro grande, sin duda alguna», intuyo.

Nueva “evolución del caudal”: dos autores para un título. Es la primera vez que ocurre en la BCL. Luego, con la indagación sobre la vida y obra de estos, percibo que este caudal se ha incrementado considerablemente. Me abruma el premio que el azar y/o el destino me ha deparado para el sexto número de la colección.

La dedicatoria es un canto de unidad: «Para la gran familia canario-chilota». El gentilicio da sentido al título (Insulares) y concede, con la referencia al archipiélago de Chiloé, la fortaleza simbólica que representa el encuentro de nuestra colección con el espacio lingüístico más importante de nuestro idioma: América. Mas no con cualquier lugar de habla hispana, sino con Chile…

Chile…

Mi Chile…

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«El azar concurrente». Esta era la expresión que el maestro Osvaldo Rodríguez Pérez solía apuntarme cuando confluían acontecimientos inesperados en un punto del tiempo y el espacio concretos. Cuántos azares concurrentes no presenciamos en aquellos años en los que compartimos tanto y que conservo con la devoción de quienes custodian todo aquello que es considerado como sagrado.

Hubo un periodo de mi vida (fijémoslo entre los años 1996 y 2002, aproximadamente) en el que el curso de nuestros caminos fueron paralelos y fecundos. Él me enseñó las buenas artes del maestro que es y yo le mostré las buenas disposiciones del discípulo suyo que era y que, a día de hoy, me sigo considerando.

De su mano llegué a las crónicas de Indias en Chile, sobre las que algo expuse en distintos foros y que sirvieron de inspiración y fundamento para la composición de la introducción al libro Poesía atlántica (Anroart Ediciones, 2007), que titulé «Del océano tenebroso al mar afectuoso», y para los contenidos sobre el español de América que reflejé en las dos ediciones que realicé del Vademécum del Ámbito de Comunicación, publicadas en Beginbook (2012) y Mercurio Editorial (2013), respectivamente.

Osvaldo me enseñó a mirar a Chile con los ojos de quien siente el país andino como una tierra de promisión espiritual; y logró, sin proponérselo explícitamente, que anidase en mí un sueño que todavía confío en ver hecho realidad antes de que mi río llegue a su desembocadura: ir al Parque Nacional Cabo de Hornos o, si me apuran, al Islote Águila para ver y sentir la línea imaginaria que separa el Océano Atlántico del Pacífico; presenciar el punto donde los colosos se encuentran y abrazan la inmensidad del planeta que nos acoge.

Sé que todo esto dicho así no puede dejar de causarte la impresión de que me vuelvo muy lírico, muy poético…, pero no puedo exteriorizar de otra manera mi atracción por un espacio que, a través de la lectura de las referidas crónicas y de obras como La araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga, solo puedo percibir con la visión de que aquel es un lugar mítico.

Con Osvaldo aprendí a mirar al otro lado del espejo. Gracias al regalo de sus conocimientos sobre literatura precolombina y las crónicas de Indias, aprendí a calibrar una suerte de perspectiva sobre la denominada realidad mágica americana que me permitió invertir el orden de los elementos calificados: cuando la visión eurocentrista, amparada en una rancia y estulta superioridad cultural, interpreta en clave de inverosimilitud la veracidad de América, lo que está haciendo en realidad es confesar de manera encubierta que la Europa verosímil es anodina y sombría.

Esta ráfaga de recuerdos surgió al leer el vocablo “chilota” y, por extensión connotativa, el término “Chile”. Mas cuando el grato placer de la memoria se había apaciguado, la saeta del azar concurrente me dio de lleno en el centro de mi universo: el tomo que firmaban los grandes Maribel Lacave y Constantino Conteras; la obra que en su título fijaba una analogía con la percepción del espacio amado, Insulares; el volumen que me condujo a plantear como veraz mis expuestas impresiones sobre la conectividad y que mostró cómo emergía con más ímpetu el detectado caudal evolucionado de la BCL; este libro, en suma, había sido prologado por… Osvaldo Rodríguez Pérez. «Azar concurrente», diría el maestro sonriendo; «no», apunto atónito mientras ruego, de manera juanramoniana y sin esperar mucho de mi inteligencia, que se me dé el nombre exacto, no de las cosas, así, en general y abstracto, sino de esta “gran cosa” que, con un aura mágica, ha traído a nuestra colección su impresionante sexto título.

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Insulares (cuentos al alimón) es un libro compuesto por 45 relatos cortos que responden, en líneas generales, al canon más o menos fijado para el género o subgénero narrativo de los microrrelatos o minificciones, o como quieras denominarlo; a saber: brevedad o, para ser más precisos, concisión; uso de elipsis que facilitan la esencialidad e intensidad expresiva de la construcción narrativa, que posee ya de por sí un argumento ficcional muy bien definido, y que permite el planteamiento de interpretaciones por parte del lector, cuya disposición lectora debe ser activa; extremo cuidado en el manejo de la lengua literaria, que es sometida a un proceso de experimentación lingüística de manera constante; introducción de elementos propios de otras formas literarias, lo que se viene a denominar “hibridación genérica”; recurrencia en el desarrollo textual a los marcos de conocimiento a través de la intertextualidad, la metaliteratura, etc.; uso habitual del comienzo in medias res; se reduce a su mínima expresión las descripciones y los diálogos, y se limitan las coordenadas espacio-temporales; la estructura carece de complejidad y se prescinde de la disposición tradicional de planteamiento, nudo y desenlace; los personajes poseen una hondura psicológica poco profunda; hay una tendencia hacia la elaboración de finales inesperados, sorprendentes, incomprensibles, en ocasiones, lo que mueve al lector, en buena medida gracias a la brevedad del texto, a la relectura; presencia destacada de lo fantástico, lo humorístico, lo irónico, lo paródico…, todo ello con un trasfondo, más o menos perceptible, de intención crítica; los títulos son muy importantes, pues su significación contribuye a la interpretación del micorrelato…

A continuación reproduzco tres relevantes extractos de Lagmanovich [«El microrrelato hispánico: algunas reinteraciones» en Iberoamericana, vol. IX, n.º 36 (2009)]; los cuales, sumados a las características expuestas sobre el subgénero narrativo, deben ayudarnos perfilar o fijar, aunque sea grosso modo, las peculiaridades literarias que poseen las hermosas creaciones de Insulares (cuentos al alimón):

[…] Un texto así no se planea, no se propone a un editor posible, no lo discute uno con su cónyuge o con los amigos, ni siquiera se esquematiza: es escritura pura, que surge decididamente de la conciencia del escritor cuando algo interior le dice que debe escribir lo que se ha formado en su interioridad. Y este impulso es urgente, porque los microrrelatos no escritos –aquellos que no llegan a la pantalla o al papel porque el presunto autor desobedece un mandato interior– son como los poemas sentidos pero no nacidos: entorpecen funciones del organismo y pueden llevar a la enfermedad y la desesperación […]  

[…] escribimos microrrelatos porque queremos experimentar cómo es la creación de algo “redondo”, como suele decirse: un producto literario satisfactorio en sí mismo, autosuficiente, dotado de autonomía, que pueda apreciarse en un golpe de vista y que, a pesar de la velocidad de la escritura y de la consiguiente rapidez de la lectura, guarde significados diversos y profundos. La autonomía es esencial […]

[…] ¿por qué escribimos microrrelatos? Los auténticos escritores no lo hacen para torcer el rumbo de la literatura occidental, ni para lograr que el ejercicio de las letras cambie las condiciones de vida de los sectores más desposeídos de la sociedad. El escritor escribe estos textos, en primer lugar, porque siente la urgencia de hacerlo; también, porque tiene necesidad de contar algo; inmediatamente, porque su modelo de narración está caracterizado por la concisión. Surge entonces la noción de la autonomía narrativa, lo que lleva a considerar las distintas maneras de contar que ofrece el microrrelato. Y por sobre todas esas cosas, el escritor imagina y escribe ficciones mínimas porque procura experimentar –y transmitir a sus lectores– la alegría de la creación […]

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Las 45 piezas que componen Insulares (cuentos al alimón) representan la puesta al día de sus autores con el mundo de los microrrelatos, pues la edición que nos convoca cuenta con la revisión de los textos publicados en otros volúmenes (Dos para un tango; De promisión y Los mundos de la minificción) más la adición de veinticuatro historias que ven la luz por primera vez en estas páginas: Nomeolvides, La muerte de Nixon, La soledad de los náufragos, Entrega a domicilio, Las vueltas de la vida, El payador, El sueño de Luco, El remero Segundo García, Felonías y esplendor de Lupercio Aguilera, La palabra sagrada, Lejos de la costa, Por el tiempo y el espacio, El voto decisivo del Molleja, De cómo Orlando Peri llegó a convertirse en el Molleja, La fosa, Cuesta arriba, cuesta abajo, Canarita, Al vaivén de las olas, El novato, Querencia y fuga, Crónica de una crisálida, Más allá de la curiosidad, El naufragio de Tobías y La rata.

Cada relato, cada mensaje, cada expresión retórica… conforma un entrañable universo en forma de islatextual que se integra en el archipiélago creativo de Insulares;todo ello con una profunda proyección hacia la cosmovisión compartida de sus autores, hijos de islas y, por extensión, de archipiélagos. El sentimiento es común, con independencia de las aguas que bañen las costas o el punto cardinal de la brújula, al margen de administraciones políticas o antecedentes históricos: el aislamiento connotativo del término “isla” es una llamada a la percepción más nítida de la globalidad; probablemente, porque sentimos con mayor firmeza el ya mentado abrazo de los océanos. Quizás sea esta circunstancia la que nos permita captar, de manera más clara que los continentales, los latidos del planeta.

En este sentido, Insulares es un inmenso, un intenso, un sublime latido de vida; de ahí que la muerte se erija como uno de los componentes esenciales de estas páginas. La noción universal que posee la frase et in arcadia ego adquiere en la obra que nos ocupa su más abrumadora expresión, pues la muerte se presenta a través de múltiples formas: como la asunción del final de un proceso vital hermoso (La muerte de Nixon); como una sorpresa (Imprevisto o Entrega a domicilio); como aquello que convive íntimamente con la propia vida (Coincidencia); como el principio de otra existencia (La leyenda del drago); como testimonio de justicia para la igualdad (Ley de la selva o Tres andanzas de Willy Burns); sin entrar en juicios de valor, como justicia ante una injusticia (La palabra sagrada o Sólo dos tiros), etc.

La muerte no es una entidad conceptual aislada, sino el envés de una moneda existencial cuyo haz es la vida, y esta solo es posible si se configura bajo el único imperio válido para la humanidad: el de la libertad. Insulares, fiel al bello latido vital que representa, es un sonoro canto a la libertad, como lo atestiguan: La evasión de Eva, La soledad de los náufragos, Contracambio, Canarita, los textos indicados sobre justicia ante una injusticia; y, entre otros, los relatos que, asentados en la historia real, dan cuenta, con mayor o menor explicitud, de las trágicas consecuencias que han generado las tiranías opresoras. La libertad, pues, es otro componente esencial, otro pilar fundamental en la concepción de las escrituras de nuestra obra. Su presencia, como la de la muerte, es perceptible en todo momento, con independencia del grado de intensidad de esta constatación.

Maribel y Constantino, deudores de una conciencia basada en la justicia y la igualdad, ligan la universalidad de los términos “muerte” y “libertad” con un tercero que, a mi juicio, se fija a los expuestos con una sólida trabazón: “mujer”. Si algo nos ha demostrado de manera incuestionable la historia de la humanidad es que esta se ha escrito con la tinta de la sangre impresa en las pieles de millones de mujeres víctimas del mayor holocausto jamás habido: el de los hombres en su afán por configurar un mundo hecho a su imagen y semejanza, un mundo regido por sus leyes y sancionado con la violencia física.

Las mujeres de Insulares no deben verse, a tenor de lo expuesto, como estereotipos fijados de manera arbitraria para consolidar la veracidad y justeza de una denuncia, sino que, siendo veraz y justo lo denunciado, se erigen como entidades individuales, con personalidad propia, con una suerte de autonomía que confiere a las minificciones un rasgo de identidad propia en comparación con otras composiciones del mismo subgénero narrativo.

Algunos personajes femeninos buscan la libertad tras una penosa experiencia de sometimiento espacial y emocional: La evasión de Eva, Contracambio o La soledad de los náufragos; otras son víctimas de esa búsqueda de la libertad (La fosa, La palabra sagrada, Sólo dos tiros o la metáfora que encierra Canarita), de las consecuencias atroces de episodios históricos (Asignatura pendiente, Nomeolvides…) o del propio tiempo: El regreso. Algunas, dentro de un marco narrativo fantástico, se convierten en símbolos: La leyenda del drago;Lala, mariposa azul o La recompensa; y algunas, por inversión de la realidad, en heroínas sometidas a los vaivenes de una cultura misógina: La ley de Talión.

Si hay un espacio, al margen del Sáhara o Canarias, que se fije de manera indeleble en la topografía geográfica e inspiradora de Insulares (cuentos al alimón) ese es, sin duda, la Patagonia, el inmenso océano de tierra que cubre la zona más austral de América. En este entorno se desarrollan las ficciones: Tres andanzas de Willy Burns, El sueño de Luco, las dos narraciones sobre el Molleja o El naufragio de Tobías. En todos ellos, bajo el amparo de la cabaña ganadera ovina, se habla de los temporeros, del refugio de muchos en el alcohol, de la violencia y carencia de escrúpulos como únicos medios para sobrevivir y prosperar… Son textos crudos, inclementes en sus formas, lejanos a la poesía; escritos que aspiran a que el lector capte la dureza del lugar y, por extensión, la de los corazones de quienes habitan en un medio laboral y humano tan hostil.

Atados al afán de prosperidad expuesto se muestran los relatos: Las vueltas de la vida, Felonías y esplendor de Lupercio Aguilera y Por el tiempo y el espacio. El primero relata los cambios de mentalidad del protagonista, Carlos Riveros, quien pasa de ser un bondadoso y humilde idealista a convertirse en un intolerante y despiadado burgués. Este magnífico texto sirve para retratar a los muchos que, de manera inopinada, se transformaron para abrazar ideologías totalitarias y perdieron la noción de su nobleza humana para adentrarse en la infame locura de dictadores como Franco, Hitler, Mussolini, Videla, Pinochet…

En la historia de Lupercio Aguilera se cuenta, con un innegable trasfondo irónico, cómo un vulgar ladrón termina convirtiéndose en una persona respetable, hasta el punto de llegar a ser concejal de su municipio, aspirar a la reelección y ver con buenos ojos el presentar su candidatura a diputado por su región.

Por el tiempo y el espacio habla de una evolución que podría reconocerse como perfecta síntesis de la historia de la humanidad; una historia que parte del entroncamiento del ser humano a la naturaleza y que desemboca en la cómoda estancia del hombre en un mundo virtual que lo aísla absolutamente.

Gracias a la destacada conciencia de justicia e igualdad que preside el ánimo de nuestros autores, es posible el trazado de estas tres certeras historias sobre la prosperidad que, como el resto de microrrelatos de Insulares, llegan a la BCL con una intensa luz que permite alumbrar la somnolencia de las noches de conformidad e indolencia en las que, de manera más o menos voluntaria, nos hallamos. Desde lo vero è ben trovato, a partir de una prosa que, en líneas generales, es poseedora de una profunda carga poética, nuestra obra asume el compromiso de removernos del sueño en el que nos hemos anquilosado. Por eso, no son inocentes las páginas de estos cuentos al alimón, ni ñoñas, ni frívolas; no, las que adornan este magnífico volumen son hojas que angustian cuando nos situamos en la analogía que fija un anciano entre su situación y la del tren que realiza su último viaje antes de que lo lleven al desguace en El rapto de la Aurora; hojas repletas de violencia (v. g. Entrega a domicilio), de frustración (v. g. La soledad de los náufragos) y de soledad (v. g. Okupas); hojas llenas de lucha frente al inevitable olvido de los recuerdos infantiles (v. g. Facundo, el mejor helado del mundo o El payador) y frente al permanente azar adverso, ese que jamás concede comodines (v. g. Imprevisto); hojas, en suma, con la muerte, para la libertad, por la mujer…

Hojas en las que, a pesar de la crudeza, es posible, en algún instante, soñar con volver a poner claveles en los cañones de las escopetas; y flores con las que diluir las mercantiles dictaduras de la sinrazón, fundadas sobre el desprecio y la desconfianza; y pétalos, en resumen, sobre los que sembrar la esperanza en el camino de nuestras vidas. Este es el mensaje mágico, delicioso, entrañable, gozoso… de La epidemia, un inmejorable relato literario que cumple con la hermosa función de ayudarnos a proyectar el deseo de un mundo mejor.

Hojas, para ir concluyendo, en las que evidencian la bendición de los grandes en forma de inspiración. Percibo su tono en La soledad de los náufragos, con su evocadora esencia al “Solo vine a llamar por teléfono” de García Márquez; en La epidemia, donde suenan Las intermitencias de la muerte de Saramago; en esa Escalera de Penrose que representa El sueño o El regreso, que me han reactualizado al Borges de “El otro”; en…

Súmesele a lo implícito de este carácter estilístico la explicitud en las referencias a grandes como Haroldo Conti, el célebre escritor argentino desaparecido en el Golpe de Estado argentino de 1976, mencionado en Cuestión de números, un extraordinario relato en el que la anotación por parte de X (o sea, de cualquiera de nosotros) de un año en un ordenador es respondida por el aparato con la exposición de un dato histórico: al escribir 1976, la máquina señala «Argentina. Secuestro y desaparición de Haroldo Conti»; cuando hace lo propio con el año 1973, el personaje (nosotros mismos) ve en la pantalla el nombre de su país (Chile) y el icono de un arma de fuego, lo que le conduce a no seguir indagando más. En España, si anotásemos en el imaginario equipo el año 1936 veríamos un icono de arma de fuego similar; y si hiciésemos lo propio con el año 1939, aparecería, sin duda, el feliz rostro de la más cruel muerte.

Conti llega a estas páginas, pues, para que no sea olvidado y para que, con su triste recuerdo, esté presente en la conciencia de los lectores esa historia que no debe ser negada con la ignorancia, el desdén o la indolencia porque de sus heridas todavía supura el dolor más agudo y el más abrumador abatimiento por la injusticia que el tiempo no ha reparado todavía. Son historias en forma de fechas y acontecimientos deleznables: noviembre de 1975 está presente en El último espejismo; el Golpe de Estado chileno de 1973, a través de Asignatura pendiente (donde se muestra cómo en él no solo se dañó la democracia, sino las vidas de muchos, como en las guerras) o La fosa (donde se vienen a encontrar aquellos que murieron por culpa de la más detestable muestra de violencia, la que proviene de la represión); el salvaje bombardeo a refugiados que los marroquís realizaron en Tifariti en 1976 y que se menciona en Crónica de una crisálida; etc.

En la referida «Crónica…», un relato del que uno no puede evitar detectar una fragancia autobiográfica continuadora de los trazos marcados en Lala, mariposa azul, un hermosísimo texto sobre la libertad y la imaginación, tres grandes más se unen a la mencionada explicitud de las referencias: Leopoldo Panero, María Teresa León Goyri y José Agustín Goytisolo Gay. El lirismo narrativo del relato, con toda su carga metafórica a cuestas, contribuye a gestar para el lector una suerte de evocación tamizada por el tiempo que sirve para homenajear a los autores citados, con los que se llegó a descubrir el camino de unas escrituras identificativas.

Por la parte que me toca, entre los grandes citados debo situar, en la recta final de este preliminar, a los gigantes que firman este extraordinario título. Su trayectoria editorial, incluida la obra que nos convoca, los sitúa entre los memorables; su calidad humana, expuesta en las páginas de este Insulares (cuentos al alimón) y salpimentada con mis pobres aunque sinceras observaciones, los eleva a la categoría de ejemplares.