…Vida sin tregua (1ªparte)

Vida sin tregua (2ªparte) – Un relato de Sergiodoshaches

Quería aferrarse, como los enamorados en su primer beso, a estos recuerdos. Allí, acostado al sol, y dejar así pasar las horas y los días. Abandonarse al agradable hormigueo que percibía en sus extremidades y continuar el viaje en compañía de María. El último recuerdo que tenía de ella le atravesaba el corazón. Verla alejarse de él, flotando inerte, de esa manera cruel, injusta y temprana, lo acompañaría para siempre.

Y de repente, despertó. Tomó, con esfuerzo infinito, una bocanada de aire y abrió los ojos. La claridad le cegó por unos instantes. Parecía que miles de alfileres se clavaban en sus córneas. Pasó la lengua por sus labios cortados y saboreó, a su pesar, la sal y la sed. Entornados los ojos, empezó a vislumbrar un cielo límpido que parecía devolverle una mirada insondable. Unos pocos jirones de nubes formaban trazos caprichosos en el infinito lienzo azul. A cada segundo se revelaba un nuevo detalle, que tiraba de los hilos de su memoria, para así ir tomando consciencia plena de su desdicha. Giró la cabeza a la izquierda, y oyó los crujidos de sus vertebras, y un dolor lacerante partió desde la base de su cuello hasta la coronilla. Sus ojos, recuperados ya para la causa, observaron a un palmo de su cara una pared de madera que, pensó, parecía estar hecha de palmera. A través de infinitos pequeños agujeros y rendijas se filtraba agua de mar, formando cientos de cataratas de caudal ínfimo hacia el interior del habitáculo, donde Samuel yacía. En su cabeza ya bullía el recuerdo de su travesía. Se incorporó lentamente, con sus músculos y su ser gritando al unísono por dolores propios y ajenos, y atinó a asirse al borde de la patera, con manos temblorosas. Las nauseas se presentaron de improviso y a duras penas llegó a tiempo de asomarse al Atlántico para vomitar bilis y amargura. Una vez pasaron las arcadas, se atrevió a alzar la vista para otear el horizonte, con la misma esperanza con la que el reo aguarda su fin en el cadalso.

No podía ser cierto. Sin duda, una vez más, sus ojos le traicionaban. A lo lejos, recortada contra el cielo azul, destacaba el perfil de lo que parecía ser una gran isla y, perpendicular a su posición, una playa de arena negra… Detrás de ella, distinguía un puñado de casitas de varios colores, desperdigadas a un costado de una montaña de arena rojiza, que se erguía y se adentraba, orgullosa y solitaria, unos cientos de metros en el mar. Incluso creía ver personas en la arena y en el agua, y coches, brillantes por los reflejos del sol, circulando en monótona procesión por la carretera que discurría paralela a la costa. Alguna parte de su cerebro, mucho más audaz que él, decidió jugársela. Si aquél le traicionaba y todo aquello que veía no era más que una ilusión, moriría ahogado. Engrosaría la funesta lista. Lo deseaba. Quería terminar con la agonía y la soledad. Su cuerpo entró en acción antes de que su cabeza decidiera lo que iba a hacer. La adrenalina, desbocada, empezó a fluir. Saltó al agua y experimentó el shock cuando su cuerpo caliente y cansado se sumergió en el agua helada. Braceó y pataleó para entrar en calor y rescatar a sus músculos de su ostracismo. Después de lo que le pareció una eternidad, decidido pero con torpeza, comenzó a nadar. Paradójicamente, con cada brazada, se sentía renacer. ¿No querías morir, Samuel?, se decía, secretamente sorprendido. De vez en cuando, paraba para orientarse, comprobar si la corriente le alejaba de su rumbo y, sobre todo, cerciorarse de que su isla, su esperanza entera, era real. Miró hacia atrás y vio la vieja patera. Ataúd silencioso, solitario ahora sin sus huéspedes con nombres e historias, vagaba a la deriva, llevándose consigo un testimonio más de la tragedia de un continente entero. Se giró y continuó la marcha. Ahora estaba definitivamente convencido de que lo que veía era real.

 

Vida sin tregua segunda parte

Ilustración: Víctor Jaubert

 

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