¡ALEGRÍA, HERMOSO DESTELLO DE LOS DIOSES! – Opinión sobre el programa «En la mente de un Genio» de la OUMV

Siento aún el impacto de la música. Mi corazón, ese amigo vital por el que empecé y terminaré en esta vida, se mantiene aun palpitando fuertemente, con serios riesgos de salirse de la caja torácica.  Pero toca ya calmarme y rasgar en mi alma la muesca del recuerdo; una más, eso sí.

Y además, sé cómo sucede.  En mi mente está ahora mismo el recuerdo de la primera vez que llegué al sitio y me senté, expectante, a que me pusieran algo de música, como quien pide una tapa y algo líquido para acompañar, ya me entienden. La realidad me ha llevado por otros derroteros, y de aquella tapa musical que me dejó algo saciado porque aún no entendía lo que estaba pasando, he llegado a degustar uno de los mejores platos, si no el mejor, que he probado. No es sólo la comida en sí, es el camino, la forma, el fondo.  Y es que cuando la Orquesta Universitaria Maestro Valle está, todo cambia.  Parece como si esperara ese instante desde que el calendario convoca la cita, y a ella acudo. Limpio de prejuicios antes de ir, y lleno de juicio al salir.

El viernes todo sucede muy rápido.  El tiempo transcurre de igual forma que en otras ocasiones, no menos ni más de una hora y media de música y palabra. El motivo es el acostumbrado, escuchar música y acompañar en nuestra butaca la entrega de un colectivo dedicado a contradecir a la maldita Fibrosis Quística, a gente que la está viendo de frente y no quiere retirarle la mirada.

Y en ese momento clave, pasadas las ocho y media, habla el Rector de la Universidad. Es el anfitrión. Acaba de terminar su presentación y sus palabras nos están situando a cada uno con el cuerpo en la sala y con el alma junto al piano que acompaña la orquesta. Junto al gran instrumento oscuro, de brillantes pero tenues dientes blancos y negros, se sienta el compositor, Manuel Bonino, algo incómodo en su trasiego debido a su mala pata, pero con su alma a punto de demoler la nuestra.  La sonrisa del piano se apaga. Suenan las notas del Arrorró de los Ausentes. Son tristes, melancólicas… suenan a réquiem prematuro.  En el camino de la melodía y la improvisación bajo los implacables y sutiles dedos del artista, se hacen presentes los no nacidos, los que ya no se asomarán a la ventana de la vida.  Entre medias, el dolor que lleva su ida.  La música que suena es gris, como mezcla de los momentos en que no puede ser blanca ni negra, pero está cargada de sentido.  El piano expira el primer aliento y tras él, el alma de la chelista vibra en su mano izquierda y la derecha mantiene la nana, como cordón umbilical aún vivo.  El oboe entra despacio y tenue, preciosista, perpetuando la melodía de amor, susurrando el nombre elegido, contando los instantes que quedan hasta la mirada mutua. Y tras estos diálogos vitales, se apaga el interior. Suenan duras las notas de los bajos, rotas por los impactos de la percusión, destrozadas por la fatalidad. Rasgan la vida los armónicos de las cuerdas, muy agudos, hasta el punto de romper el tímpano, pero da igual lo que pase, porque ya se ha roto el hilo de la vida. Queda la pena clavada, extendida, abarcando las almas de los que quedan. Y se va la pequeña vida, dejando su tintineo, en un agradecimiento de amor: “Gracias por haberme querido tanto sin ser, yo les querré siempre sin estar”… Enmudecido quedo, aunque el último suspiro de aire que he contenido lo dejo para el compositor que me hizo sentirme tan frágil. Gracias, Manuel.

Concierto UOMV_ Juan Crisostomo

Cual golpe del destino llega la Quinta Sinfonía del alemán, de alguien a quien la música estará agradecida por siempre. Suenan en mis entrañas esas cuatro notas a las que jamás nadie podrá sobreponer melodía alguna, ni tan siquiera asemejarla, porque son únicas. Son el salvoconducto para entrar en la tierra deseada, en el universo de Beethoven. Este primer movimiento es el primer paso, la primera antorcha que lleva de la oscuridad a la luz, y la orquesta se reconoce en una versión grandiosa dentro de lo contundente que puede sonar la Quinta.  El tiempo es adecuado, los compases reflejan tensión y ritmo. Las cuerdas y los clarinetes dan la entrada al sendero y las trompas ayudan a transitarlo.  El descanso nos lo brinda el oboe, solo, sentido.  A partir de ese instante, fluye nuevamente la tensión. Al final del camino se empieza a vislumbrar la claridad, llegan los últimos acordes de una música verdadera. La cuerda levanta sus arcos tras el acorde final.  En vientos y timbal se palpa la fuerza entregada. En mi mente recuerdo aquel programa en el que la interpretaron por primera vez, aún con dudas, y como colofón al concierto. Hoy la han situado en el punto justo, en ese que me deja anclado al asiento y alerta por la expectativa.  Queda escuchar más, y seguro que mejor.

El allegretto de la Séptima hace que se pare el reloj, aunque la realidad es que sigue trazando su vital camino.  El primer acorde es genial, tanto  en la fabricación beethoveniana como en la exhibición que propone la orquesta. Y después, los acontecimientos.  El comienzo del ostinato que ha hecho de este pedazo de música una obra maestra suena aplomado, con peso, como imagino fue concebido por Beethoven. La carga emotiva se va trasladando de chelos a violas y de éstas a violines segundos, como si fueran extensiones del mismo cuerpo. Todo va “in crescendo”. En el momento álgido, el golpe de timbal derrumba el muro del delirio, con la mezcla de todas esas emociones, cada cual con su melodía, cada una con su ritmo, haciendo un pasaje maravilloso.  Escucho luego la simplicidad del motivo central, increíblemente bello, en el clarinete, seguido por el fagot y por la trompa.  Aparecen las maderas agudas, flauta y oboe, en preámbulo al solo central del movimiento, que cristalizan estos y el fagot en la parte grave,  ¡qué pasaje más sublime ofrece Beethoven! La interpretación no desmerece la escritura. Tras ellos, regresan las cuerdas, jugueteando notas, incorporándose al viaje interior que culmina con el segundo tutti. La orquesta derrocha fuerza y sentimiento mientras transita por el clímax de la obra y, mientras la intensidad se va desvaneciendo, todo se va preparando para el acorde final, copia del inicial. Se cierra el círculo.

Sólo transcurre un instante. El suficiente para tomar aire. El coro participativo hace entrada junto a los cuatro solistas vocales. Son el ejército del triunfo de la alegría, pero aguardan su momento.  Aparece la disonancia inicial del movimiento y la velocidad del motivo de apertura suena hiriente. Hablan los bajos y chelos sus primeras palabras, su particular recitativo. Vuelve el tema inicial y retoman las secciones graves de cuerda su discurso, todo esto acompañado por puntualizaciones del resto de la orquesta, tomadas de cada uno de los movimientos anteriores. Y aunque el diálogo es intenso, la paz llega con el increíble solo a unísono de la sección de chelos y bajos.  Muchos cuerpos tras sus instrumentos pero un solo sonido, un solo alma.  Es suficiente para justificar este concierto. Suena el “himno de la alegría”. Es probablemente por lo que estoy sentado, pero me dejan inerte, desposeído de lo externo. La carta que juega Beethoven en esta música le ha valido para ser uno de los más grandes. Si pudiera preguntarle no le preguntaría el porqué, sino el cómo lo ha hecho, cómo nos ha podido hacer bajar la guardia hasta abrir el alma a esta música. Creo que la voz de Beethoven es la que aparece en la del barítono, me dice que no es sólo música lo que estoy escuchando, me indica que perciba lo que une a esta humanidad a la que pertenezco y que no es lo que nos sorprende día sí y día también: incomprensiones, egoísmos, indiferencias,… El genio del compositor nos recuerda que son la alegría y la felicidad,  su búsqueda, su persecución y su disfrute, lo que nos hace humanos de verdad.

Concierto UOMV_Juan Crisostomo 2

Y esto lo presencio en cada cara del coro, en cada inspiración de los solistas, en cada nota que sale de sus gargantas. Imagino cada camino para llegar a ese momento por parte de los que forman parte del coro participativo.  Quizás soñaron con cantar algún día otras cosas que no fueran canciones del recuerdo o éxitos actuales mientras seguían su vida. Pero Beethoven les ha puesto en las manos un regalo, les ha dicho que su voz sirve para proclamar y no sólo para cantar. Y así lo hacen. Perfectamente. En el más elevado grado de proyección y profesionalidad. Inoculados vírica y artísticamente por Hugo Escobar, creador de esa enfermedad tan necesaria y no mortal llamada ilusión. Los solistas están por méritos propios, descubrieron antes este vital servicio. Sus voces, educadas, pero nunca negadas a seguir aprendiendo, resuenan portentosamente.  Se hacen presente los agudos y la ligereza de la soprano Eva Juárez, con una pureza y frescura increíble; los registros medios de Rosa Delia Martín, mezzosoprano de gran tímbrica y entrega; la experiencia aguerrida del tenor David Barrera, aun en los albores de su prometedora carrera musical; y la solidez y calidez de la voz de Augusto Brito, experto en estos registros y responsabilidades. Hoy vibran las gargantas de solistas y coro para hacernos felices, porque cantar es la música del ser humano, la más suya. Grande es el término que creo que coincide con lo que veo y escucho; la música suena increíble, y a cada zarpazo musical, mayor huella emocional. Así, hasta el final. Veo que no pasa ni un segundo tras el último acorde para ponerme en pie, no lo he podido evitar, son mis ganas de cantar sin poderlo hacer, es mi agradecimiento por el instante.

Muchas cosas escribo sobre todo esto que pasa, y doy gracias por haber caído en este momento. Es muy grande lo que pasa en el Paraninfo con estos conciertos. No es sólo la trayectoria de la Orquesta Universitaria, es lo atractivo de la misma.  Es una vorágine de implicaciones y complicidades. Es una construcción creada desde lo mejor de cada elemento, de cada individuo, en manos de la arquitectura social y pedagógica del maestro José Brito. No recuerdo haber visto ni percibido semejante entrega por un colectivo ni por los múltiples satélites que empiezan a girar alrededor de este planeta: compositores, solistas instrumentistas o vocales, cantantes, grupos de música popular, escritores, artistas gráficos,… Han construido un puente por el que estamos cruzando todos y que creíamos imposible de tener. La altura era elevada y la distancia larga. Pero el viaje no se entendería sin su compañía. Nos están dando lecciones de cómo todavía se pueden hacer cosas que nos sinceren, agradecidos por ser humanos, y por escenario han escogido la música. Espero que continúen haciéndolo mucho tiempo.  Este concierto “En la mente de un Genio” quedará en el recuerdo de todos…

¡Alegría, hermoso destello de los dioses / hija del Elíseo! / ¡Ebrios de entusiasmo entramos / diosa celestial, en tu santuario!  / Tu hechizo une de nuevo / lo que la acerva costumbre había separado / todos los hombres vuelven a ser hermanos / allí donde tu suave ala se posa (9ª Sinfonía de L.v. Beethoven – Texto original de Schiller)