Artículo de Marina Hervás para la Fundación Nino Díaz

Ay, ya se acerca el verano, y con él, el chiringuito, la cervecita, los bártulos de la playa, el aftersun y, en mi caso, los mosquitos. Nuestros amigos los compositores se han dedicado a hacer sonar el verano o algunos de sus temas, como el sol o el mar. En esta ocasión, no les voy a hablar de Vivaldi, como muchos se imaginarán, sino de ¡Philipp Glass!

Philip Glass

Felipe Cristal, o Philip Glass, es uno de esos compositores que le cae bien a casi todo el mundo, un poco al estilo de Ludovico Einaudi (es un tipo que llena salas con gente que jamás pisaría un concierto de música clásica, como muchos de mis amigos, cuyo argumento para ir es que “hace música muy bonita»).  Glass, además de componer música de corte más académico, también compone bandas sonoras. Véase por ejemplo…

o esta otra…

o esta…

Si has llegado aquí (y no lo sabías antes), te habrás dado cuenta de que las melodías son bastante repetitivas y que, dicho brevemente, lo que parece que hace es irlas modificando de forma micrológica. ¡Es que nuestro Philip es lo que se considera un minimalista! El minimalismo surgió en 1960 en EEUU y tiene varios representantes, algunos más radicales, como La Monte Young, que buscaba la simplicidad absoluta de la música o Steve Reich, que exponía a la repetición casi todo lo que pillaba hasta sus últimas consecuencias; algunos intermedios, como Terry Riley; y otros más moderados, como nuestro amigo Glass. Estos compositores son de los primeros en hacer coincidir los lenguajes y búsquedas de la música clásica con la pop. Al igual que les pasó a Los Beatles, los minimalistas también quedaron fascinados por la música oriental (especialmente hindú y china) y algunas composiciones nos recuerdan al rock progresivo. Os pongo dos ejemplicos:

que bien podría dialogar con música como la de Cathedral (12:33 y 19:35, por ejemplo)

y más lejanamente con lo que suena a partir del 15:25…

Fruto de este interés por el mundo oriental es este disco de los 90, aunque de sonido oriental tiene poco: se trata más bien de un uso occidentalizado de un instrumento como el sitar, típico de la música hindú, y que tiene a Ravi Shankar a uno de sus representantes más mediáticos:

El asunto de lo oriental se refleja, más bien, por la influencia de la espiritualidad budista. El asunto es que a muchos compositores en la década de los 50 y 60 les comenzó a interesar explorar la pureza del sonido, las construcciones diáfanas, la exploración del silencio (como a John Cage) y la eliminación del elemento narrativo en la música (¿Cómo es esto posible? Pues porque ninguna historia se basa temporalmente en la repetición, sino en algún modelo de progreso lineal). La cosa es, claro, más compleja de lo que os cuento aquí. Porque aunque al principio la experimentación era muy estricta con la simplicidad y la posibilidad de explotar el material mínimo, como en esta obra de 1978 de Steve Reich…

…en la década de 1980 los compositores comenzaron a ver que ser tan estrictos les impedía contar otras cosas. Y así comenzaron a surgir cruces entre técnicas minimalistas y otras técnicas o estéticas compositivas. Por ejemplo, en esta obra (muy poco conocida, así que disfruten), se trabaja mucho más en texturas que por material mínimo:

O esta, que toma la música balinesa del gamelán y trata de hacerla suya, posibilitando con los sonidos experiencias parecidas a las que generaban los rituales (es decir, propone una escucha nueva, en la que el oyente se pierda entre los sonidos y no se enfrente a la obra como si fuese algo bonito que se escucha mientras se está pensando en que al llegar a casa hay que poner la lavadora y preparar el tupper para mañana).

Si no has escuchado nunca a los gamelanes, aquí tienes:

Bien, todo esto para introducir -¡¡por fin!!- la obra de la que os voy a hablar: “In the summer house” (1993), de nuestro Felipe Cristal. Es una obra para el montaje de JoAnne Akalatis basándose en la obra homónima de Jane Bowles (escrita en 1953 y reescrita posteriormente). La historia trata de la complejidad de dos relaciones conflictivas entre madre e hija: la de Gertrude Eastman Cuevas, casada en segundas nupcias con un ricachón mexicano, que no es demasiado majo con su hija, Molly; y la de la señora Constable e hija, Vivan. Mientras que en la primera relación, Gertrude tiraniza a su hija Molly, en la segunda sucede al contrario: Vivian tiene victimizada a su madre. Estas relaciones anormales entre madres e hijas (muy marcadas por lo freudiano) pretenden causar asfixia al que se acerca a ellas, algo similar a lo que sucede en  La casa de Bernarda Alba. La historia, en sí misma, no tiene mucha enjundia: lo interesante es cómo explora esa asfixia y las soledades de cada una. En realidad, aunque parezca que por su título la autora se refiere a la “casa de verano”, ese refugio al que vamos para huir de la rutina y del agobio del día a día, en realidad la “summer house” es el cenador (así reza la traducción española, de hecho) o el porche de casas tipo chalet. Entonces, ¿por qué digo que es de verano? Bueno, porque el discurrir de los personajes es en una temporalidad similar a la de las vacaciones, van a la playa, y en el primer acto hay referencias a este cenador. Es igual, lo interesante es que Bowles quiere mostrar cómo todo escenario es, en realidad, una jaula de la relación tan complicada entre ambas madres e hijas.

Por eso, la música de Philip Glass funciona bien: el carácter repetitivo y lacónico nos invita a pensar en una traducción del elemento emocional de los personajes en la música, igual que en mi artículo anterior les contaba que hace Schubert con el mundo interior de Margarita en la rueca. Hay como una especie de pulsación que acompaña casi todas las melodías y que sugiere ese horror vacui de la pieza. La obra, en este sentido, funciona como una ópera. Os cuento: las arias son reflexiones sobre la acción, pero no pasa nada esencialmente. La acción sucede específicamente en los recitativos, cuando los personajes cantan sin tanto ‘floreteo’ y el acompañamiento es más sencillo. Glass aquí mantiene la pulsación cuando hay acción (más o menos, pues ya les dije que lo de menos es la historia) que se convierte en capa sonora de fondo (a favor de melodías más trepidantes o, por el contrario, más estáticas) cuando hay momentos dramáticos, cuando la historia se detiene, como en la muerte de Vivian (número XI) o en el final, que es reflexivo. Lo interesante (y al mismo tiempo problemático) es que, en la medida en que Glass “recicla” las mismas estructuras para toda la pieza, se genera una sensación de continuidad, de espacio cerrado en el que la música gira sobre sí misma, como una espiral. Es decir, Glass colabora de la acción-inacción de la obra de teatro, en la que no predomina una historia lineal. Tema para otro momento sería pensar si esta flaqueza de materiales es suficiente para hablar de este tipo de cosas o si, por el contrario, colabora con ciertos clichés que el cerebro entiende bastante bien y, por tanto, enseguida adapta entre lo que ya conoce (por ejemplo, tremolos = tensión o melodías largas con aire melancólico = drama). En cualquier caso, el verano y su imagen idílica, típica de la publicidad de maquinillas de afeitar (donde las chicas, por cierto, no tienen ni un triste pelico) o de marcas de cerveza que la gente toma con sonrisas blancas y celebrando la amistad, desaparece aquí. Quizá no he recurrido a sonoridades del sol y de la luz porque hoy está nublado y eso, por la humedad, hace que vengan más mosquitos y no es lo que más feliz me hace.

Hala, y para que presuman de anécdota jugando al trivial… ¿Saben dónde está enterrada Jane Bowles? ¡¡En Málaga!!

Marina Hervás

marinahervas@fundacion-ninodiaz.org