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La tierra huele a néctar,
a miel
entre almendros floridos,
de rosa y fucsia engalanados,
bajo la lluvia lenta,
que fluye mansamente
hacia el útero de la isla.

La lluvia resbala por las laderas cubiertas de hierbas, gota a gota, como una medicina líquida para la tierra seca, hasta crear hilachuelos de agua que caen en minúsculas cascadas. Se mete entre las grietas, buscando la oscuridad, empapando las entrañas de la isla, para salir más abajo, entre manantiales olvidados.

Este año el invierno es generoso y lleva semanas empapando el norte de Gran Canaria, como si quisiera recuperar la selva de Doramas y el fayal-brezal de la Medianía, enviando oleadas de nubes preñadas de humedad a parir sobre la tierra, dejando entrever miriadas de arcos iris entre los grises celajes y regando mansamente los campos.

Los arroyuelos cantan con un agua mansa que fluye desde nacientes resucitados en dirección a los saltos de aguas de los caideros, remansándose entre cabucos cristalinos, antes de seguir barranco abajo para llenar aljibes, acequias y atarjeas.

Los almendros florecen en una sinfonía de nieve, fucsia y rosa, salpicando los paisajes de la vertiente central de la ínsula, como heraldo de la primavera isleña, a la sombra de los roques sagrados.

Este mes de febrero nace con el aire fresco del océano batiendo las costas con la fuerza del mar de leva que ha atravesado el Atlántico, impulsando las olas con enorme poder sobre la costa, salpicando los acantilados y quebrando algunas de nuestras obras costeras.

Mientras escribo esto, tengo en mente mi artículo del mes de septiembre, Tláloc, el dios de la lluvia llora sobre México, donde convocaba a Tláloc, el dios azteca de la lluvia. Lo recuerdo mientras observo la playa batida de olas y viento, con la añoranza del verano y la tranquilidad de las aguas de entonces, con la nostalgia de las margulladas pendientes.

La lógica y la razón me dicen que, seguramente, no he tenido nada que ver con este invierno de lluvias y viento, de mareas altas y lunas frías, que mi poema a Tláloc no ha causado otra cosa que reavivar mi vena poética, sacudirme la pereza y ponerme a escribir.

Reconozco que alguna vez me fascinó la idea de poder conjurar al viento, convocar la lluvia o invocar a las fuerzas de la naturaleza, de convertirme en un hechicero náhuatl o un gálapa australiano.

Afortunadamente, no tengo tales poderes. Entre otras cosas, porque sería una pesada carga la perspectiva de verme amenazado, como se le hace a algún santo, tras procesión rogativa correspondiente, si no lloviera al gusto de todos (lo cual es más que probable), y ser arrojado por el precipicio más próximo.

Por lo tanto, me debo conformar con la poesía mientras el agua corre por el barranco y el gofio moreno está oliendo en el hogar (Néstor Álamo dixit).