Foto de unas velas encendidas

La muerte y sus rituales conforman un escenario en el que todas las culturas afrontan el último tránsito del ciclo vital de una forma más o menos compleja. En la Canarias del siglo XXI hemos optado por una suerte de asepsia que casi obvia este hecho natural y trascendente, traduciéndose en una mínima expresión de contenido ritual.

Algunas tradiciones ligadas al fallecimiento de niños han desaparecido por la afortunada circunstancia del descenso radical de la mortalidad infantil. El ejemplo más sobresaliente es el del llamado Velorio de los Angelitos, que en La Gomera conoció especial significación.

Descrito por estudiosos como Bethencourt Afonso, era expresión resignada y consuelo de los familiares ante la pérdida de un niño. Si éste había sido bautizado, no se permitía llorar, ya que su alma, libre de pecado, iba directa al cielo. En la mayoría de las ocasiones, vestido con el mismo traje del bautismo por mortaja, se le colocaba sobre una mesa. Al son del Baile del Tambor, el padrino lo cogía en brazos y daba una vuelta por la habitación. Seguía en turno la madrina y luego se ubicaba al pequeño difunto de nuevo en el mismo lugar, sucediéndose los cantos y bailes acompañados del tambor, las chácaras y una flauta, mientras se entonaban pies de romance del estilo de: “Quiero que me guardes Hiloria / un traje para mí en la gloria”. Hasta que llegara la hora del entierro, se iban colocando cintas de colores alrededor del cuerpo, con diversos mensajes para los familiares y conocidos del más allá, al que el angelito se estaba dirigiendo.

Esta costumbre, practicada regularmente hasta mediados del siglo XX, está también muy presente en países como Chile, Argentina o Uruguay, en los que aparece ampliamente documentada y donde el Baile de Tambor es sustituido por el Malambo.

Foto: Echiner1