Foto de un escrito antiguo a mano

Fotografía de Domingo Acosta GuiónNo se sabe con certeza si paseó en algún puente sobre el Sena. Tal vez sí lo hizo por el Barrio Latino, en un año inolvidable para él, 1905, como evoca Saro Díaz en sus Perfiles palmeros. Desde luego, lo que sí hizo fue escenificar la importancia que alguna  vez tuvo la isla de La Palma culturalmente.

Y digo culturalmente, porque hubo un tiempo en que la política también era cultura, y ahí es donde Domingo Acosta Guión destacó. Porque fue poeta, sí, pero no por serlo callaba. No por tener talento literario se conformó con los halagos. Por eso, allí le tenían, en París, iniciado el otoño de 1905, en el Congreso Internacional del Librepensamiento. Representó allí a la agrupación librepensadora La ingenuidad. Y, con seguridad, trajo consigo el entusiasmo necesario para continuar transmitiendo el mensaje en la isla de que la sociedad podía y debía mejorar en muchos aspectos.

Presidió la sociedad Juventud republicana y ya, desde antes de ese 1905 empezó a publicar artículos beligerantes con lo que consideraba injusto, insuficiente, o simplemente erróneo. Y lo hacía como más duele, con acidez y humor. Lo hizo en periódicos como Germinal o El Tiempo, perteneciente este último a su hermano Antonio. Periódico, por cierto, que nació como órgano del republicanismo en La Palma. ¿Y de qué hablaba Domingo Acosta en sus textos? Defendía, por ejemplo, el progreso de la mujer, asfixiada por el yugo del hombre y la Iglesia, a la que dedica un artículo llamado A la juventud femenina. En Hablillas, defiende la independencia del periodista: evitando el servilismo y manteniéndose gracias a ese único oficio, así es como un periodista podía servir a los lectores. Domingo Acosta tenía opinión sobre cualquier cosa.

Combinaba una prosa llena de ensoñaciones e imágenes poderosas con otra más ágil, que recurría a expresiones más llanas y a la imitación de la oralidad. Del primer caso, hay frases que transportan a otro lugar inmediatamente: “Queda triste la playa cuando desde ella se contempla allá entre las brumosas confinidades del horizonte lejano, la silueta borrosa del buque que se pierde”. Del segundo caso, hay arranques ligeros pero arrolladores: “¡Ahora sí que estoy formal! ¡Chist!… ¡Eh, cristiano! ¡Ahora sí que estoy formal!”. De igual forma, hay una escisión radical en su poesía. Por un lado está su producción más antigua, donde conectaba pensamientos serios y profundos, con crónicas y leyendas benahoaritas. Y, por otro, la poesía humorística, que escribió en fases más adelantadas de su vida.

Fue esta poesía humorística, principalmente, la que le hizo ser recordado y mentado a menudo. ¿Quién, si no,  escribiría un poema titulado Soldadura putógena? O uno llamado Sarasa, toma… un consejo. Controvertido título, sin duda. Pero fue más allá. Sus escritos trascendieron la lírica: la acabó transformando en poesía dramática. Y gracias a esa transformación, hoy se puede disfrutar de diálogos descacharrantes como Honor al vino, en el que un marido trata de justificar su borrachera ante su mujer, o ¡A bailar donde yo mando!, en el que una hija le explica a su padre, no sin problemas, que está enamorada de un poeta, ante la furiosa reacción de su progenitor. Impensable que hoy un poeta respetado, publicara también un poema llamado Coro de guindillas, dedicado a la policía, más corrupta que protectora.

A decir verdad, el caso de Domingo como escritor fue especial pero no aleatorio. Sus hermanos también cultivaron la poesía y se movieron en los círculos cultos de la isla, como el ya mencionado Antonio, o José, que también fue poeta y colaboró con la letra de  los representativos enanos para la Bajada de la Virgen de las Nieves. O Avelino, quien también escribió poesía y publicó artículos en El Tiempo. O Juan, quien emigró en su juventud a México para desarrollar una carrera en el teatro. La educación tuvo algo que ver para que todos los hermanos acabaran realizando estas actividades: al menos Domingo y Antonio acudieron a la escuela de Hermenegildo Rodríguez Méndez, “maestro indiscutible de la juventud palmera en la época”, como escribió Manuel Pérez Acosta, sobrino de Domingo Acosta Guión. Hubo también un tiempo en que el maestro era determinante en la educación de un niño.

Otro aspecto más que aporta interés a la figura de Domingo Acosta es su pertenencia a la logia masónica Abora junto a su hermano José. Manuel de Paz-Sánchez, en su libro La masonería en La Palma, y José Melquíades López Meleros, en un amplio artículo publicado en Diario de Avisos, aportan datos firmes sobre ello.  Esta es, sin duda, otra de las grandes razones –además de su ideología– por las que, durante la Guerra Civil, asaltaron su casa y se incautaron de muchos textos a la postre irrecuperables. No es  secreta la fobia que Francisco Franco profesaba hacia la masonería. De hecho, acabó acumulando gran cantidad de archivos masónicos en Salamanca, en lo que hoy se conoce como el Archivo General de la Guerra Civil Española. Así que quedamos privados de, quién sabe, grandes poemas.

Aunque apenas hay un par de antologías editadas sobre Domingo Acosta. Para hacerse una idea global de su obra, hay que juntar las migajas que caen al suelo. Unos poemas aquí, otros allí. Varias biografías breves, cada una con sus matices. Un disco, del grupo Bota de Actor, comandado por Carlos Catana, Juan Sosa y Miguel Pérez, en el que se pone música rock y folk a sus poemas. Y pequeños estudios, alguno bastante antiguo, como el de Ermelandro Martín Guerra. Conoció a Domingo Acosta y, tras su muerte, no dudó en publicar un amplio artículo, dividido en pequeñas secciones, para contextualizar su vida y su obra. Y es, con seguridad, el retrato más vivo y cercano que se haya escrito sobre él después de su muerte. En él, Domingo Acosta queda retratado como alguien digno de conocer, solitario, con un aura melancólica.

Melancolía que arrastraba hasta con su condición de soltero, pues así murió en 1959. Y lo hizo en su ciudad natal, su Santa Cruz de La Palma, lugar que no abandonó, como sí hizo alguno de sus hermanos.

El 31 de mayo de 1984 se le dio su nombre a una plazoleta íntima, mirando hacia El Planto. Como escribió Ermelandro Martín, “pudo ser masa y eligió ser átomo”.

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