Me hago mayor. Lo deduzco porque, sin saber muy bien el motivo, de repente me encuentro contando batallitas del pasado a cualquier oído despistado que se cruza en mi camino. Anécdotas, cuentos para no dormir o simples escenas fugaces que por alguna razón llaman de nuevo a la puerta de mi mente. Y el otro día, sin avisar, la entrada se abrió de par en par tras captar una vieja contraseña en una conversación ajena. Una sola palabra. Ocho simples letras que hacía tiempo que no se ordenaban en la posición correcta: Champion. Un anglicismo que me trajo recuerdos que merecen algo más que regresar al olvido tras adornar otra ronda de cerveza.

Se llamaba Peter. No tenía apellido ni necesidad de él y llegó en algún momento indeterminado a las canchas deportivas que fueron mi segunda casa (y en ocasiones la primera) durante mis desequilibrados años de juventud. Se pasaba horas intentando que le dejaran jugar al fútbol o buscando una calada furtiva de los porros que aparecían como por arte de magia en las esquinas. Más de una cosa que de otra, la verdad sea dicha. Pero raras veces tenía suerte en ninguna, porque ser negro, indigente, extranjero y hablar solo no eran cualidades muy aceptadas por aquel lugar.

Peter no tenía casa, pero jamás le vi pedir dinero a nadie. Ni siquiera algo para comer. Lo único que solicitaba avergonzado, bajando la cabeza y desviando la mirada, era que Toñy (la encargada por el Ayuntamiento del cuidado de las canchas), le dejara usar las duchas y así poder lavarse con el gel y el champú de turno que conseguía en Cáritas. Y aunque estaba prohibido (porque los Organismos oficiales tienen otras preocupaciones), Toñy, curtida en mil batallas y con más guerra sucia a sus espaldas que nadie que yo conozca, siempre encontraba el modo de abrir los vestuarios para él solo, quien, por cierto, lo dejaba más limpio y recogido que cualquier otro.

Peter tampoco se sabía el nombre de ninguno de nosotros. Para él, aquellos pocos que le hacíamos caso nos llamábamos Champion, y lo pronunciaba muy orgulloso con una mezcla de su inglés nativo y el español mal aprendido en Dios sabe dónde. Su cuerpo arrastraba en forma de cojera muchos duros años de mala vida que nadie conocía ni se molestaba en saber. De cintura para arriba, sin embargo, su torso y unos enormes bíceps ridiculizaban a quien estaba a su lado y, justo por eso, cuando comenzaba a hablar solo a gritos, profiriendo insultos contra la brisa marina de la cercana playa de las Alcaravaneras, las madres se alejaban asustadas y le miraban con desprecio. Pero Peter jamás hizo daño a nadie. Excepto cuando un desgraciado de un barrio ajeno intentó golpear a uno de sus Champions y Peter levantó sus ochenta kilos de chulería como quien alza a un bebé, le dio la vuelta y chocó su cabeza contra el suelo. Porque nadie podía toser a quien él consideraba amigos. Se lo merecía y suerte tuvo que le agarráramos entre todos e impidiéramos que lo rematara.

Cierta noche, tomando copas en aquellas desgastadas gradas rojas, Peter se unió al grupo con sigilo. Y allí, entre trago y trago, nos contó que la cojera era fruto de siete años de mili obligatoria en su Nigeria natal, donde las palizas brutales y los disparos a las piernas eran métodos usados con frecuencia para el castigo de los soldados. Y también allí consiguió que las lágrimas aparecieran en nuestros ojos cuando dando un sorbo a su vaso reconocía que “Peter no muy bien de la cabeza”. Y recuerdo que en ese instante pensé que no debía haber nada más triste que ser consciente de tu propia locura.

Los años y quizás la madurez tardía me alejaron de las canchas y le perdí de vista. Luego mi camino se alejó de mi querida isla y no sé qué habrá sido de Peter. Pero sí sé que lamento haber desperdiciado tanto tiempo jugando y no haber dedicado al menos unas horas más de mi vida en aprender más de quienes me rodeaban. Porque lo cierto es que Peter era el único y auténtico Champion de todos nosotros. Y espero que esté donde esté, quienes le rodeen aprendan de mi error y se interesen por su vida. Y que nadie vuelva a dejar pasar a ningún otro Peter de largo, sin aprender algo más de él.

 

Daniel Romero Armas