Permitidme que parafrasee al protagonista de mi novela y grite sin levantar la voz: “¡sí, qué coño, soy un freaky!”. Al menos, en el sentido que recoge el Diccionario de la Real Academia de la Lengua en su tercera acepción de la castellanizada friki: “Persona que practica desmesurada y obsesivamente una afición”.
Estoy cansado de escuchar el término para definir a multitud de personajes extravagantes: Tony Genil, Leonardo Dantés, Tamara o Paco Porras (por citar unos pocos) no son freakys, son… bueno, ni siquiera creo que exista un adjetivo para describirlos sin usar algún descalificativo. Y nosotros, los freakys de verdad, los auténticos, no discriminamos a nadie. Nos da igual que confundas Star Wars y Star Trek, o que no sepas por qué Sméagol llegó a convertirse en Gollum, porque estamos deseando contártelo con todos los detalles.
Y tampoco importa si conoces el nombre de todos los personajes que viven en “Macondo”, si puedes citar por orden alfabético todos los elementos de la tabla periódica con sus valencias correspondientes o si te sabes la cilindrada de cualquier modelo de Ferrari. En todos esos casos… eres un freaky. No te dejes engañar, la diferencia entre una persona que se sabe el nombre de todos los discos y las letras de las canciones de los Beatles y otra que se sabe las óperas de Verdi y todas sus arias, es que uno de ellos tiene mejor gusto musical que el otro (dejémoslo ahí). Pero ambos son igual de freakys en sus respectivos ámbitos.
Tampoco tiene que ver con la cultura, porque un freaky puede tener la misma o más que cualquier otra persona, con la diferencia de que, además, almacenará una ingente cantidad de información sobre uno o varios temas concretos.
Quiero derribar los tópicos y explicar que un freaky no es una persona que no sale de casa; es una capaz de recorrer cincuenta kilómetros para comprar el último número de su cómic favorito; un freaky no es una persona solitaria; es una que habla y se relaciona con los dos mil asistentes al concierto del idolatrado cantante que decora los posters de su habitación; y un freaky no es un chiflado que no distingue la realidad de la ficción; es uno que se sabe la teoría de los universos múltiples de Hugh Everett y además la comprende.
Cuando alguien me llama freaky en tono peyorativo, yo sonrío e hincho el pecho porque se me ponen los pelos de punta cuando la voz rota de Springsteen canta Thunder Road; lloro como un niño cuando Mel Gibson muere gritando “¡libertad!” en Braveheart y me meto en la piel de cada personaje de Canción de Hielo y Fuego o al pasar entre sus líneas. Vivo con auténtica pasión mis aficiones, las disfruto como si no hubiera un mañana y durante ese tiempo los problemas desaparecen de la faz de la tierra. Y si todo eso es lo que significa ser un freaky, yo digo “sí, soy un freaky y estoy muy orgulloso de ello”. Y espero que alguna vez todos los que no se vuelcan con sus aficiones puedan sentir una décima parte de lo que yo siento. Deseo que todos, aunque sólo sea por unos instantes, puedan ser un freaky.