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Ángel Hernández Suárez: Placeres textuales  (Mercurio Editorial, 2013)

Prólogo y epílogo: Salvador Rodríguez Álamo.

Ilustraciones de Elena Alfaro Cambres.

Edición y preliminar de Victoriano Santana Sanjurjo.

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Parte 1. Visiones

· Caribeñizados

· Cuando Juani encontró a Fani

· Carta al rey de un elefante de Valleseco

· Incómodo

· Reencuentros

· La Navidad del yonqui (versión Gáldar)

· Compás de espera

· The o-day

· Megadosis de desesperanza al abrigo de un café

· Cuando éramos hombres

· Una princesa en el barranco

Parte 2. Ficciones

· La nevera

· La matraquillosis

· El largo regreso

· Bajo las aguas del farallón

· Indocencia

· La patrulla

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PRELIMINAR

Si alguna vez desease la intrahistoria buscar un lugar para un juntaletras como yo, no sé por dónde empezaría a buscar ni dónde acabaría perpetuándome en el abigarrado universo de los anónimos (queda descartado, por razones innecesarias de apuntar, cualquier plaza en la historia). No sé, repito, qué hueco me podría acoger, aunque sí sé cómo no me importaría ser recordado en este momento: por ser quien hizo todo lo posible por que este libro viese la luz. Si por esta circunstancia hay que validar mi camino vital, por bien andado lo daré. Y si, además, en la crónica de los pasos dados se anotase, aunque fuese a pie de página y con tipografía casi ilegible, que, emulando al Boccaccio que divinizó la dantesca comedia, me empeciné, tras el deleite que me produjo la lectura del manuscrito de esta obra, en que al término “textos”, que adjetivé en textuales, se le antepusiese el sustantivo placeres, con el que debía forjarse el título libresco más veraz de cuantos se me hayan podido ocurrir, ya puedo adelantar que grata será la posteridad que le espera a mi memoria. ¿Qué mérito mayor que el declarar que este magnífico libro nació porque desde el primer instante creí en que ningún otro servicio mejor podía hacer al parnaso de la creación literaria que aplicar todos mis esfuerzos por que las narraciones de nuestro autor tuviesen la oportunidad de florecer en el entendimiento de quienes las leyesen? Siendo excelente la obra que nos ocupa, ¿era justo o razonable que nada hiciese por mostrarla como se merece?

De buen grado me hubiese apuntado el tanto de haber descubierto a Ángel Hernández Suárez, pero no sería honesto hacerlo, pues el mérito recae en mis queridísimos hermanos Sánchez Araña, Rubén y Rafael, Rafael y Rubén, quienes fueron los primeros en ponerme sobre la pista del extraordinario escritor que ha llenado este volumen de composiciones tan entretenidas como comprometidas. Y eso que ellos, a su vez, no fueron tampoco los únicos en descubrir al Ángel que sobrevuela en estas páginas, no al menos en la línea de proyección que representa una autoría literaria como la que se formaliza en este libro. Los textos que nos ocupan han tenido una difusión previa entre las amistades del autor gracias a las aplicaciones web (red social, correo electrónico…). A pesar del uso de estos medios, la trayectoria de estos escritos no ha sido muy amplia porque poco interés tenía Hernández Suárez en que sus relatos llegasen al gran público. Se conformó con que girasen en torno a un reducido círculo de contactos que ha sido premiado en los últimos años con la recepción de unos escritos que ahora se editan a la vieja usanza (con papel, tinta y aromas de eternidad) y bajo el convencimiento personal de que esa masa indeterminada que representa el mentado “gran público” terminará sintiéndose muy afortunada por haber accedido a ellos, lo que no es baladí, pues, entre tanta oferta editorial como la que hay en la actualidad, siempre es de agradecer el haberse topado con un libro del que uno no se va a olvidar fácilmente.

Dejando al margen el medio o el soporte de difusión, lo cierto y lo importante para el caso que nos ocupa es que ahora, en este preciso instante, tienes en este conjunto de hojas unidas una auténtica obra maestra, pues así merecen ser calificadas las que no causan indiferencia en los lectores, sean de la condición que sean, gracias a una serie de virtudes que atesoran y que en estos Placeres textuales se consolidan sobre un muy firme pilar: el logro de su autor a la hora de conseguir que el lector siempre encuentre asideros para hallar en estas páginas “algo” que le mueva a sentir como propio cuanto aquí se narra y se cuenta, bien por causar deleite, o por ser útil, o risible, o porque conmueve, o porque mueve a la reflexión, o porque agita el sosiego y minimiza la tranquilidad; etcétera; …; o…, oh…, o si me apuras, porque lleva al lector a preguntarse cómo es posible que este ángel no haya publicado antes nada. El caso es que hay algo, siempre hay algo, que endeuda nuestro ánimo con las páginas de este libro.

Gracias a su lectura ágil, amena, fácil de digerir, el lector puede atisbar toda una cosmovisión que, por su profunda coherencia, por su abrumadora claridad, permite la creación de sólidas adhesiones. En este sentido, es necesario que te advierta, mi querido lector, que es inevitable caer en la red que Hernández Suárez teje con sus palabras. ¿Que dónde reside la clave de su escritura? Por una parte, en que el estilo y la calidad de lo relatado es inmejorable; una circunstancia que, por lo general, no suele darse en los escritores noveles; no, al menos, en el grado que presentan estos Placeres… Por la otra, en el sabio bamboleo que permite la convivencia en el mismo espacio físico y, en ocasiones, textual de relatos profundamente divertidos junto con otros que son profundamente trágicos (por favor, permíteme que el adverbio se fije tal y como te lo muestro).

En diferentes dosis, y siempre según la naturaleza del texto, esta dualidad señalada se fusiona para componer un mosaico de narraciones impregnadas de una pátina de crítica social que, por convicción o resignación (de todo hay y de todo participamos), se nos muestra ajena a cualquier intención revolucionaria. En este libro no se reclaman barricadas que combatan frentes imposibles de derrocar. El enorme sentido común que subyace en la concepción de los hechos que relata Hernández Suárez le impide alejarse de los márgenes del pragmatismo que determina la función de contar lo que hay, sin corregir ni arengar explícitamente.

Ángel Hernández no pide, expone; deja que seamos nosotros los que nos movilicemos en función de lo que nos propone y que, como ocurre con las grandes obras, puede estratificarse en diferentes grados de profundidad: en la lectura superficial, todos los textos nos aportarán un rato de entretenimiento impagable; en la profunda, todos movilizarán nuestro ánimo. En medio, pulularán las mil sensaciones que, como parpadeantes focos, nos irán deslumbrando en función de cómo se realice nuestra función lectora. En el océano de estas páginas, sea cual sea el nivel en el que nos hayamos sumergido, siempre será posible detectar la abrumadora capacidad del autor (créeme: abrumadora, fascinante, asombrosa…) por captar singularidades lingüísticas, espaciales, emocionales, situacionales o individuales, lo que se traduce en muchas ocasiones en la asunción de que estamos ante un acta notarial, una radiografía, una fotografía… del entorno que nos envuelve.

No preside estas páginas ningún espíritu idealista de reconversión de la realidad, sino el ánimo por transcribir el mundo más cercano al autor, el más conocido, del que mejor puede dar fe, que, para bien o para mal, no deja de ser al mismo tiempo el más próximo a todos nosotros. De ahí que sienta que estos escritos son necesarios, esenciales, indispensables; pues, en el fondo, estamos ante una referencia válida (notarial, diría yo repitiendo nuevamente el término) de ese presente que fluye a nuestro alrededor y que, queramos o no aceptarlo, está impregnado en nuestro ánimo de cierto pesimismo (aunque tengamos que hallarlo en la última habitación oscura y cerrada con llave de nuestro entendimiento), pues, tomando la idea que Rodríguez Álamo plasma en el hermoso prólogo/epílogo de este libro, estos Placeres textuales no son otra cosa que una epopeya de los antihéroes.

Nada en estas páginas es irreal ni inocente. Nada es prescindible, vacuo, hedonista sin más, pues todo gira, de una manera u otra, lo acabo de apuntar, en torno a nosotros. El mérito de Hernández Suárez es haber sabido dar en el clavo a la hora de exponer sus preocupaciones y/o sus observaciones o/y sus impresiones y/o sus reflexiones o/y etcétera con admirable precisión y sin dejar por ello de ser amable en su expresión gracias a la ironía, al humor, a cierto punto de sarcasmo que asoma en ocasiones, a ese dulce aroma de socarronería isleña…, en suma, a esa sonrisa que se pilla por instantes y que suaviza la dureza de los fondos, los trasfondos y los abismos interpretativos que subyacen en todo lo que nos cuenta.

[ir a la segunda parte del preliminar]